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domingo, 3 de mayo de 2015

XI

Hablan del peso del mundo como si lo estuvieran cargando sobre sus espaldas. Que me lo digan a mí, que me han pedido un descanso las rodillas, como ya hicieron con Atlas. A él lo relevé en el cargo el día que te vi de la mano de otra, que tenía mi color de pelo, pero no mis ojos.

Eran azules, creo. La memoria me sigue jugando malas pasadas. Desde ese día, mi cerebro ha decidido funcionar de otra manera. Me borra historias de amores recientes, y evoca cada noche la tuya. O la nuestra. No sabría cómo llamarlo.

Y, siendo azules, ¿cómo pretendes acordarte de mi mirada? Decías, sin miedo al futuro, que te recordaban al chocolate negro, y a las noches largas. Los suyos serán amaneceres y el mar en calma. Siempre supe que preferías la playa a la montaña.

Y, dime, ¿no te enredas en su pelo y la confundes con esa otra que también tuviste en brazos? Espero que ella no haya visto el lunar en el que puse mi bandera, en algún recóndito lugar entre tu cuello, tu pecho y mi destino.

Si lo ha visto, recuérdale mi nombre. Quiero que sepa que tu piel no es la misma después de tantas noches compartiéndola conmigo y con las sábanas. Que los labios que le dejas besar tenían menos grietas con mi roce, que te quitaba el frío que te ha congelado los dedos de los pies.

Si no se lo dices a ella, díselo a la almohada. Supongo que ella sí que me echará de menos, por las tantas horas que pasamos despiertas las dos, ambas mirando cómo se movía tu pecho al ritmo de los pájaros más rezagados, y los más avezados.

Díselo a alguien, a quien sea, que en tu memoria no confío. Temo que pueda traicionarnos y un día no me reconozcas por la calle. Si es que volvemos a encontrarnos.





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