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lunes, 22 de junio de 2015

Espero que hoy sea un día bueno

Todos tenemos de esos días en los que la conciencia va más rápido que la luz del sol, y pedimos sin palabras a alguien sin oídos que esa mañana el dolor no llegue. Que se pierda de camino a casa, o, a causa quizá de un despertador rebelde, se duerma y llegue tarde, encontrando tu cama vacía.

Haga lo que haga, que no se meta contigo en la ducha con el silencio de un amante que ha sustituido la pasión por las formalidades. Que no te recuerde, en el golpe del agua en la espalda, todos los errores que has cometido, uno por uno, de dos en dos a veces, de tres en tres las más.

Que no te haga temblar el paso por la calle, girar la cara a la vida, bajar la mirada en presencia de otras personas. Que no pierda tu mirada por el horizonte o te meta ideas estúpidas en la cabeza.

Todo ello lo pensamos en los segundos posteriores al sueño, con los ojos aún cerrados. Lo formulamos incluso en una línea de pensamiento.

"Espero que hoy sea un día bueno".

lunes, 15 de junio de 2015

El poder, y la risa fácil.

Si nos preguntan por los límites del humor, no encontraremos una respuesta válida en términos absolutos. Obviamente, puesto que es algo abstracto. Al igual que cada uno define a su personal manera términos como deber o responsabilidad, el humor se entiende de manera individual en base a unos intereses personales.

El humor hiere cuando pretende herir. Si no existe tal voluntad, no se debería llegar a tal fin. A no ser que alguien quiera ignorar el contexto en el que fue formulado el pensamiento jocoso, y tratar de dotar de una libre interpretación a algo tan cambiante como las palabras.

Los comentarios vía Twitter de un edil de Guillermo Zapata, concejal de cultura y deporte del neófito partido de Manuela Carmena, a tenor de los cuales hablo ahora, no me parecen la mejor manera de mostrar su solidaridad con el cineasta Nacho Vigalondo por haber sido malinterpetado (esa es la historia detrás de la historia). Quiero mostrarme crítica porque no por partidaria de tal formación política habré de ser ciega a sus incongruencias. Sin embargo, tal posición deberían tomarla también otros.

¿Dónde se quedaron el "que se jodan" en tono de celebración de la diputada Andrea Fabra, haciendo alusión a los afectados por los recortes estatales? ¿Dónde se esconde el edil popular -de la lista de Cifuentes, cabe añadir- que se lamentaba del insuficiente número de cunetas para tanto rojo? ¿Y el portavoz del PP, Pablo Casado, ya va en el coche de policía con el moro, el negro y el gitano necesarios? Vamos a dejar de lado todo lo relacionado con el ballenato terrestre valenciano que acaba de ser desalojado de su ayuntamiento (véanse la burla a las víctimas del accidente de metro en el municipio o a su propia lengua). También dejaremos de lado todos los comentarios que han alabado el régimen franquista, o, en cualquier caso, defendido y permitido en la memoria (simplemente por todo el tiempo que me llevaría recopilarlos y hacerles referencia).

Yendo aún más allá, la moralidad se demuestra mediante algo tan vinculante como los actos, no tan demagógico como el uso de las palabras. Y los actos han dicho durante muchos años lo suficiente sobre la calaña asentada en los parlamentos, consejerías, ayuntamientos y otros edificios públicos.

No solo los actos definen a la persona, sino también el que poder conciliar el sueño con tantas vidas rotas y perdidas sobre la espalda. Es un peso ineludible con el que saben lidiar a través de muestras de ego desmesurado, gintonics en el parlamento y coches oficiales. Pero, por favor, no hablemos de cambiar las cosas, que hay que ser políticamente correcto, digno y respetuoso con las minorías. Ahora entiendo que es por eso que, siendo la pobreza y la exclusión social la realidad de un 27'3% de la población española, a ellos se les puede pisotear con tacones de aguja.

Retomando una discusión avivada por el "Je Suis Charlie", quiero confiar en que los límites del humor los marca la intención de daño del bromista, no los intereses políticos de cuatro personajes esperpénticos que quieren seguir chupando de la ajada tetilla del poder. Dicho lo cual, pueden irse de vuelta ustedes al infierno, añado, sin intención humorística alguna.








París

París se despertó perezoso. El sol no atinaba a dejarse ver entre unas nubes que hacían la ciudad de la luz, la más gris de la historia. Trajes de cuello vuelto hacia el cielo, que escondían en su interior personas, avanzaban con las prisas de la cafeína hacia un destino incierto. Se confundían en borrones de un gris más oscuro que el pavimento, danzando un ballet de música desconocida, solo audible para el espectador atento.

Los tenderos levantaban mecánicamente las vallas de sus negocios, fumando un cigarro y mirando al infinito, esperando ya, sin ganas siquiera, que llegase el momento de echarle la llave otra vez a la tienda, y volverse a dormir. Dormir, y dejar de pensar, fuese en las cuentas sonrojadas por la carestía o en el aletear de los pájaros del árbol de la calle paralela.

Un finísimo suspiro movía las hojas de los árboles, que también querían danzar como ellas, y a lo largo de los años se habían ido moviendo milímetro a milímetro hasta torcerse en direcciones heterodoxas.

Una bolsa marrón, que contenía una botella con el secreto del olvido. Un hombre asido a ella, que necesitaba olvidar. Ambos, uno y otro, inseparables, anexionados, fusionados con el calor de un pasado persecutorio, adornaban un banco enfrente del Sena. Balbució cuatro palabras inconexas, que dormirían juntas en los significados de su cabeza. Nadie acertó a escucharlas. Nadie quiso.

A unos metros de ellos, el fluir del agua se movía, constante. Se negaba a pararse, o a adaptarse a un tiempo creado por los humanos. Ella era eterna, y se dejaría conducir por construcciones artificiosas, pasando bajo el Pont des Arts para contemplar la catedral del jorobado, acudiendo a las imperiosas llamadas de doncellas ultrajadas por el destino y un hombre que no quiso ser quien decía ser, o las últimas súplicas de los invitados al infierno. El agua contemplaba, mero testigo de hechos y cuenco de suspiros, y avanzaba hacia un horizonte temprano.

El sol, rezagado, se negaba a mostrar sus cabellos a semejante calaña, esperpentos, deformaciones físicas de la moral, abstracta, sobre la cual disertaban con altanería, distancia y burla en amplios tomos que acabarían por coger polvo, y dar buena fama, en alguna estantería de nogal.


No, no lo merecían, daba igual el pasado y las penurias que se enganchasen a sus pies al levantarse de la cama. Aquel día, el sol no saldría. No para iluminar la otra cara de París.



(Y a poder ser, leer escuchando esto)


domingo, 14 de junio de 2015

XXIV

No te pierdas mis primeros pasos de la mañana, ni los últimos de la noche, al ir al baño a quitarme las lentillas y ponerme el sueño. No me dejes sola ante el aroma del café recién hecho, ni confíes en mí la decisión de qué vestir mi cuerpo frágil y desnudo para las irreverentes miradas de los desconocidos. No me abandones de camino al trabajo. No me sueltes la mano cuando el semáforo se ponga el verde. No te pierdas de vuelta a casa. No dejes que la soledad del crepúsculo se esconda tras las cortinas y se me abalance cuando me deje caer al sofá. Y, bajo ningún concepto, me dejes irme sola a la cama.


Tiempo

Los jóvenes, todos los que corremos con el viento cortante en el pecho y la risa constante en la espalda, creemos hacerlo con un Tiempo desconcertado, que se mueve en círculos, confiados en que nunca se pierda por caminos cortados por obras o deshoras; ciegos hasta el día en que el Tiempo se haga viejo, tenga reuma, bastón y artrosis, y se arrastre desde el recuerdo tardío al corto futuro posible, sintiendo la falta de la juventud vilipendiada, echando de más, más que de menos, la confianza derramada sobre sus espaldas, que le hizo heridas, como chorros de oro líquido.

“¿Cómo no confiar en tus frutos?”, le inquirió en su día Rafael Barrett. “Y yo qué coño sé”, atina a responder a deshora el Tiempo, “si mis frutos no son otros que el detrito de los vuestros, el bañar en óxido las obras de vuestra vida, reducir a cenizas los muros levantados en otro tiempo”.

Y es que el Tiempo ya nace cansado de que eleven banderas con su nombre pero sin su permiso. El Tiempo está ajado, corroído por tanta lluvia y tanta lágrima perenne y tanto quemar calendarios y enterrar cuerpos. Está corrupto, y yace inerme al mismo tiempo. Se tumba en una cama demasiado dura para un cuerpo tan sensible, con la indiferencia del que se sabe eterno, para contemplar con ojos de loco su propio paso por el mundo.

Juega a las cartas en un café perdido con la Parca. Ella ríe por los favores que le debe, y sabe que nunca va a pagar. El Tiempo, sabio, calla y otorga, juega la partida, apura un último whisky con hielo y se va sin pedir la cuenta. De eso se encarga siempre ella.

Y mirará, camino a casa, cómo las hojas se revuelven bajo sus pies, vírgenes verdes y celestinas marrones, y los pájaros enmudecen a su paso, con miedo del morir de sus notas más agudas en presencia semejante.

Y contemplará, sin pena ni gracia, como el espectador lejano que tiene con el mando de televisión la capacidad de cambiar canal sin parpadeo intermediario, cómo nosotros, los humanos, lo ignoramos. Y seguimos cantando, y bailando, y bebiendo, y muriendo cada noche, y viviendo en los segundos, perdidos en una alegoría que nosotros mismos en mal día inventamos para controlar nuestro paso por el mundo.

Quizá se le escape una sonrisa muerta, no lo sé.

 Lo que sé es que volverá a una cama demasiado dura.


A verse pasar por la ventana y el reloj de la mesilla.



viernes, 12 de junio de 2015

Retazos de una noche cansada, retratos de la nada

Cuando mis pies tocaron el suelo, un calor sobrenatural, inaudito, me dijo que algo no iba bien. Mis ojos no quisieron abrirse de inmediato, negándose a ofrecerme el secreto que se escondía a plena vista, protegiéndome de un dolor tan cercano que intoxicaba mi cuello con su aliento.

No había nada. La mesilla de noche repleta de libros condenados a estar eternamente empezados, había desaparecido. Junto a ella el armario, el escritorio y las estanterías. La silla, que proyectaba sombras peligrosas en las noches en que la luz de las farolas iluminaba la habitación con un amarillo incandescente, también se había ido. Y las paredes, de un blanco impuro, sucias con las manos, los pies, y los años, parecían haberse desvanecido por arte de magia. 

Afuera, si es que tal concepto seguía siendo válido, tampoco había nada. La oscuridad se extendía en todas las direcciones. Di una vuelta de trescientos sesenta y cinco grados en la cama, boya flotante sobre la ausencia, para verme rodeada por completo de la inmensidad. No era negro, ni era blanco, era la nada. La nada, que me apretaba el pecho con manos de gigante, y al mismo tiempo me tocaba la espalda con garras de hielo, resultando en un sudor frío que se pegó a las sábanas, como recordándome que, al menos, ellas seguían allí.

El gesto contrito y la boca disuelta en una mueca de pánico habría sido el reflejo que me habría ofrecido con consideración algún espejo visitante, pero aquello era imposible, pues no había nada. De nada. 

Mi voz parecía haber hecho también las maletas, pues todo lo que brotaba de mi garganta era aire viciado, enfermo, aterrado. La sal bañaba mis mejillas, si bien el enturbiamiento de mi vista no habría supuesto problema alguno, incluso beneficio, pues con razón conocida habría dejado de ver. De ver la nada. 

Me senté, despojada de sentimiento alguno por un momento, abrazando la indiferencia, la sumisión a una realidad satisfecha con su cambio, negando rotundamente una vuelta a su imagen tradicional. Me senté y contemplé, a través de la memoria, una vida que debería haber aprovechado, tangible, perceptible... ¿Real? ¿Era acaso menos real este vacío que todo lo inundaba, que había raptado hasta el color y el tiempo?

Y entonces, me desperté. Y todo estaba blanco.

XXIII

Quizá volvamos a encontrarnos.
O quizá no.
Eso no importa.

Y es que,
debajo de las uñas,
tenemos la certeza
del fin predeterminado de las cosas.

Tratar de alejarlo,
difuminarlo,
olvidarlo;
es separarlas de su esencia.

Existen,
lo confirmo,
los amores de un fin de semana.
De cinco minutos en el metro.
De una vida y media.

Y no son de tres semanas,
veinte días,
o hasta que la muerte nos separe.

Simplemente, son.
Dejémoslos ser.

martes, 9 de junio de 2015

Tormenta de verano temprano

Llámame sorda, pero hoy no he oído más que risas. Y pasos repiqueteantes en el suelo de Madrid, amortiguado por una fina capa de irrealidad que nos persigue desde niños. Como los juegos. Como los sueños. Como los llantos por las rodillas raspadas. Pero eso en junio no importa. Importa el sol. Y más aún las tormentas por sorpresa. Es que me gustan las sorpresas. Todo lo que rompa con la rutina. Y más si va acompañado del fuerte olor a tierra mojada.

Los días de lluvia me hacen la persona más feliz del mundo
porque si algo tan grande como el cielo llora
quizá no sea tan pequeña como dicen las cicatrices.




XXIII

En mi pasado sangrante
hay un reguero.
Seco.
De pestañas
y pétalos de margarita.

Pero ahora
el aire que respiro
no lo envenena tu colonia.

Huele a lluvia.
A enhorabuena
y a despedida.

A orgullos heridos de guerra.
A vueltas y media de tuerca.
A rodillas fallidas,
castigadas contra el suelo.

El sol le duele a la mirada
por haber cerrado los ojos.
Para ver que no estabas.
Para no saber cuándo te fuiste.

Y ahora, abiertos de par en par,
no noto tu ausencia.
Lato mi presencia.
Y las ganas de vivir
del resucitado.



XXII

Qué quieres que le haga,
si todos los poemas hablan de tus ojos.
Si las nubes llueven el sudor de nuestras noches.
Y las noches ahora ocultan borracheras de tu olvido.

Qué quieres que haga
con las fotos que quemé
si tienen copia de seguridad en la retina.
Con los lugares prohibidos por tu presencia pretérita.
Con los días tachados de todos los calendarios de la ciudad.
Con los meses que contaba a besos que siempre sabían a despedida.

Qué otra cosa voy a hacer
que asesinar tus fantasmas
con el acero de las semanas.
Ya oxidado del puto uso.

miércoles, 3 de junio de 2015

Learn to let go

El 80% de nuestras preocupaciones nacen de la incapacidad de dejar marchar. Tanto lo bueno, como lo malo, como lo malo disfrazado de bueno. No nos permitimos el lujo de desprendernos de algo que ya nos ha tocado por dentro. No es fácil. Ni hacerlo, ni concienciarse de la necesidad de ello. Confiamos en que en algún momento algo cambiará, bien aquello a que nos aferramos, bien la situación en la que estamos, bien nosotros mismos. Quizá sí, pero probablemente no. La respuesta suele hallarse en dejarlo ir. 

Sea el primer amor o el decimoquinto, un recuerdo vívido o desvaneciéndose, una canción escondida en un recoveco de la memoria, déjalo ir. Si quema, déjalo ir. Si ahoga, déjalo ir. Si viene acompañado del vacío insondable en el pecho -o del peso insoportable-, déjalo ir. Si manda salir a tus lágrimas de última hora de la noche, o las etilizadas, o las discretas en medio de una multitud, déjalo ir. Si no te llena, si no te permite avanzar, si te ancla a un punto perdido del pasado, déjalo ir. Si no te deja dormir por la noche, si no te despierta sonrisas, si no te construye como persona y te acerca más a lo que quieres llegar a ser, déjalo ir. Simplemente, déjalo ir. 

Basta de autoengaño y excusas cogidas por los dedos de los pies. Basta de hipótesis rebuscadas y teorías de bombero jubilado, de "el que la sigue la consigue", de zarbada insistencia, de omnubilarse con lo que uno desea y dejar de ver la realidad. Basta de castillos en el aire, de morir por un algo inalcanzable tratando de llenar el vacío. Basta de dolor gratuito en imposibles que nunca llegan.La respuesta correcta normalmente es la que duele, la que quema, la que nos hace cerrar los ojos en cuanto se pasea por nuestra mente. Deja de darle la espalda, y déjalo ir.


Sol solito

Hoy el Sol se ha levantado lento, melancólico. La Luna ayer estaba llena, pletórica, gorda, plena de luz robada. El Sol considera injusto que nadie entienda sus estados de ánimo cambiantes. También tiene sus días malos, en los que querría darnos la espalda y desaparecer. "Luna es una mimada", piensa. Y sigue brillando.

Pero qué le puede hacer.

lunes, 1 de junio de 2015

Escritura automática I

Que no puedo dormir. Que me vuelvo loca. Que se me ha caído la mordaza, la venda, y las bragas, y las ganas de vivir, y el pelo, y las penas, y la sonrisa. Y que todo está tirado en el suelo de mi habitación, mezclado con la ropa sucia y alguna colilla. Y con el tiempo, que se mete en todo, menos en vereda. Me ha confesado que pasa tan rápido porque le hace gracia el fluir de las hojas del calendario. Hijo de puta. No sabe nada de la vida. Pero yo tampoco. Ni yo ni nadie, según veo. Veo sin ver, igual que sin sentir creo que siento. Doliente respiración que insiste en meterme aire en el pecho. Dolientes ojos que insisten en abrirse cada mañana. Dejadme en paz. Dejadme morir esta noche. Dejadme quieta. Enterrada en sábanas, que mañana podrán ser tierra. Que ahora solo quiero dormir. Solo dejar de oír. De sentir. Quiero dar de baja los cinco sentidos, y el sexto, si existe, que se quede ahí escondido, que no me hace falta. Quiero ser ciega y sordomuda. Quiero perderme en el todo que es la nada, y en la nada que es el todo, y en más parábolas de poeta de tres al cuarto. Y darle la vuelta al mundo subida a mi cama, sin interventor, ni escalas, ni jetlag, ni niñato llorando en el asiento de atrás. Ni pagar. Que odio el dinero, me permito el lujo, porque creo que lo tengo. Pero cómo tener algo que no existe. Aunque también creo que tengo vida, que tengo gracia, que tengo intelecto. A la mierda todo eso. Me tomo el pulso y no noto el pumpum, noto el tictac. Puede que sea del reloj que tengo guardado en el armario. Si lo saco noto su mirada pegada en la espalda. Noto el miedo. El pánico. El de las agujas a girar, me refiero. A mí ya no me importa el paso de las estaciones, me divierte ver cómo caen y suben las hojas, de los árboles, al cielo. Y del cielo a la nada, supongo. Me gusta esa palabra. Que tanto dice y tanto calla. Nada. Como los peces y como la vida. Como esta noche de junio. Que me asusta. Me aterroriza. Tengo sueño, creo. Me voy a dormir, asevero. Espero poder cerrar los ojos. De verdad lo espero.

Orfeo et Eurydice: Mélodie for Piano Solo

Las teclas de un piano ardiendo me agujerean los oídos. 
Quizás es el alcohol, quizás es el sueño. 
No lo sé, pero no me importa. 
Porque la melodía se me está tallando en la carne viva debajo del cuero cabelludo. 
Me plañen las notas, las fusas y las semifusas, y se pierden mis sentidos en las manos de un desconocido. 
Que llora con los dedos. 
Que vierte sus penas en marfil, en blanco y en negro. 
Que me susurra sin palabras que conoce las mentiras del mundo entero. 
Que sabe que la realidad, en realidad, es sueño. 
Que ha oído hablar a los muertos y le han confesado que no hay nada más allá. 
Ni más acá. Todo cuento. 
Y ahora baja. Baja y calla. 
Acaba golpeando un teclado maltrecho por tanto sentimiento. 
Y muere en la noche. 
Quizás en otro lugar del planeta sea por la mañana. 


2 a.m.

Todo me sabe a poco. Y lo poco me sabe a mierda. A mierda de vida, a mierda de mundo, a mierda de día. A que son las dos de la mañana y ya debería estar dormida. Pero los ojos cerrados abundan demasiado. No quiero ser una más, pero tampoco sé cómo evitarlo. O sí que lo sé. Pero me asusta. El perder la comodidad, el lujo y el encanto de la vida moderna. Pero supongo que más asustan los disparos en medio de la noche. Los gritos de guerra. Los llantos de tus hijos. Lo supongo, porque nunca lo he vivido. Qué suerte la mía, eh. Habrá que rezar un padrenuestro agradeciendo y a la cama. A ver qué me cuenta el Sol por la mañana que ha visto en Siria.

Llora

Esta noche oí un grito. Un grito que era un susurro. Un susurro que era un llanto. Y no pude dormir. Y lo seguí. Lo busqué en una noche oscura como la boca del lobo. Como el futuro. Como el fango. Como la sangre. Como las almas.

Y lo encontré. Era un niño. Yo lo vi, pero él no a mí. No podía. Los ojos estaban llenos de tierra. Y la ropa, rota. Y la sangre, seca. Y la mirada, perdida. En la inmensidad de una fosa compartida con otros tantos infantes. Con otras tantas vidas perdidas.

Me desperté, y me di cuenta de que no eran vidas. Eran números. O eso es lo que dicen en las noticias.



(Ahora llora, hijo de puta, llora. Llora lo que no lloraste al ver cifras de muertos en el telediario, en el periódico, en Internet, persiguiéndote en tus putos sueños. Llora al ver que hay vidas detrás de las noticias. Llora por los padres sin hijos, los hijos sin padre, y la tierra regada con sangre. Llora al ver unos ojos tan negros y tan inocentes. Y tan secos. Ya se habrá cansado de llorar, supongo. Sabe que no tiene nada que ganar, supongo. Y lo único que me pregunto es quién coño habrá sacado la puta foto.)

Este mundo de mierda, pt.2

Y si lo único que nos queda es sufrimiento, que sea compartido. Si el llanto ahoga las risas, lloraré contigo. Si te duelen las heridas de balas que no llevaban tu nombre, compartiré mi sangre, derramaré la mía, suturaré las brechas de carne con el fuego de mis entrañas. Secaré todas las lágrimas antes de que caigan el suelo con la piel que me arrancaré a tiras. Todo ello antes de permitir que al prójimo del que tanto hablan le siga doliendo el latir desacompasado de un corazón al que no le han brindado la oportunidad de bombear sangre que no sepa a desengaño y a injusticia. Todo ello antes que seguir cerrando los ojos, girando la cara, dando la espalda. Todo ello antes que vivir en la inopia, en la burbuja artificial de deseos metidos con embudo y necesidades innecesarias. Me cortaré las manos para dárselas a los que no tengan fuerzas para moverlas. Me arrancaré los cabellos para dárselas a aquellas a las que se los privaron, a tirones. Moriré joven, pero no dejaré un bonito cadáver. Dejaré los restos físicos de un alma detrito. De un agujero incorpóreo. De alguien que habrá intentado que su huella en el mundo no se reduzca a una cifra en una red social. O a un libro. O a un árbol. O a un hijo. Renuncio a mi vida en pos de aquellos que no han podido elegir. No quiero seguir viviendo en un mundo en el que dormimos a pierna suelta con llantos de inocentes pegados a la almohada, reducidos a susurros. Relegados a la nada.

El mundo, ese hijo de puta.

Es este el peor mundo del peor imaginario. La más cruenta realidad se escapó de las pesadillas, disfrazada para poder ser ignorada, de sonrisas falsas, de información tergiversada. Y se acurruca en el consumo, la autosatisfacción articial y el ego. Y en su primo, el egoísmo, y su hermana, la indiferencia. Hijos bastardos de la individualidad, asesina. Que nos mata, a uno mismo aislado del resto, al resto por el que ni uno derrama agua salada por las mejillas. Todo este ruido nos impide oír los llantos que vuelven locos a los gusanos de las fosas comunes. Llantos de niños. De críos como tu hermano, como tu hijo. Niños sin vida. Infancias sin juegos. Juegos hay, pero de dinero. El dinero, que es el nuevo Dios. Dios, que está muerto. Y en su tumba la humanidad. Que se cree que sigue viva, la muy gilipollas. Que sigue con ojos cerrados y boca amordazada el camino. El camino envenenado, de paredes demasiado altas, tanto como las vallas que separan las fronteras de las riquezas dispares. Paredes oscuras. Como el alma de tantos. Tantos como los que carecen de ella. Ella, que nos huye. El alma, ese algo que llevamos dentro. Otrora. La hemos matado. Con tanta marca, y tanta porquería, y tanto poner barreras, y tanto odio, y tanta ira. Y tanto dolor. Dolor sordo. Dolor hueco. Hueco como el pecho en el que algo debería estar latiendo. Que ya no late, que se ha parado. Que ya no es mi corazón un puño sino un puñado de cenizas. Que se ha quebrado con las últimas noticias. Que dice que no soporta seguir sintiendo. Que prefiere irse de viaje a la eternidad de lo que no es eterno. Que quiere ser un recuerdo. Que quiere vivir en el limbo de las almas arrancadas de los cuerpos. Que ya no lloran. Tampoco juegan. Pero qué más da ahora eso. Es tarde. Deberíamos estar durmiendo.


Yo te voy a cuidar, pequeña.

Yo te voy a cuidar,
pequeña.

Abrirá las nubes
tu sonrisa
inocente
y pura.

Yo te voy a cuidar.
A secar tus lágrimas
con paños de experiencia.

A levantarte del suelo
a la primera
la segunda
y la tercera.

A abrir las puertas
de tu corazón
a un mundo de cerrojos
y miradas de reojo.

Voy a sincronizar tus latidos
con los de las almas desgarradas
que no hacen más que pedir
una mano de consuelo
que les ayude a alzar el vuelo.

Y volarás. Volarás conmigo.
Bajo mis alas no llegará la lluvia
a tu frente. A tu alma.

Yo te voy a cuidar, pequeña.

Moriré en el intento.

Moriré haciendo de escudo
para las lanzas del desengaño,
de la vanidad y del desprecio,
del odio a uno mismo proyectado
hacia un mundo que de odio está ya lleno.

Yo te voy a cuidar, joder.
Voy a contarte las estrellas.
Una a una. Las bajaré.
Para que te iluminen en las noches más saladas.
Y te guíen cuando los pasos sean errantes.

Voy a cuidarte, pequeña.
Así que deja de llorar.
Que la luna nos sonríe.
Que nos da la buena nueva.