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lunes, 1 de junio de 2015

El mundo, ese hijo de puta.

Es este el peor mundo del peor imaginario. La más cruenta realidad se escapó de las pesadillas, disfrazada para poder ser ignorada, de sonrisas falsas, de información tergiversada. Y se acurruca en el consumo, la autosatisfacción articial y el ego. Y en su primo, el egoísmo, y su hermana, la indiferencia. Hijos bastardos de la individualidad, asesina. Que nos mata, a uno mismo aislado del resto, al resto por el que ni uno derrama agua salada por las mejillas. Todo este ruido nos impide oír los llantos que vuelven locos a los gusanos de las fosas comunes. Llantos de niños. De críos como tu hermano, como tu hijo. Niños sin vida. Infancias sin juegos. Juegos hay, pero de dinero. El dinero, que es el nuevo Dios. Dios, que está muerto. Y en su tumba la humanidad. Que se cree que sigue viva, la muy gilipollas. Que sigue con ojos cerrados y boca amordazada el camino. El camino envenenado, de paredes demasiado altas, tanto como las vallas que separan las fronteras de las riquezas dispares. Paredes oscuras. Como el alma de tantos. Tantos como los que carecen de ella. Ella, que nos huye. El alma, ese algo que llevamos dentro. Otrora. La hemos matado. Con tanta marca, y tanta porquería, y tanto poner barreras, y tanto odio, y tanta ira. Y tanto dolor. Dolor sordo. Dolor hueco. Hueco como el pecho en el que algo debería estar latiendo. Que ya no late, que se ha parado. Que ya no es mi corazón un puño sino un puñado de cenizas. Que se ha quebrado con las últimas noticias. Que dice que no soporta seguir sintiendo. Que prefiere irse de viaje a la eternidad de lo que no es eterno. Que quiere ser un recuerdo. Que quiere vivir en el limbo de las almas arrancadas de los cuerpos. Que ya no lloran. Tampoco juegan. Pero qué más da ahora eso. Es tarde. Deberíamos estar durmiendo.


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