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domingo, 29 de marzo de 2015

Sobre la libertad de expresión y otras leyendas urbanas

El Artículo 19 de la “Declaración Universal de los Derechos Humanos”, dice bien claro que “todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de  no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y de recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”. No solo la Declaración, sino la mayor parte de las constituciones “democráticas” y tratados vinculantes a los derechos y libertades de los seres humanos contemplan este punto.

Ahora bien, de la teoría a la práctica hay un paso. Y en España lo estamos dando hacia atrás.
La libertad de expresión es un término muy de moda desde el atentado que tuvo lugar en Francia, como respuesta a una sátira vejatoria para con el Islam. Ahora bien, la libertad está en boca de todos, pero pocos saben lo que realmente implica.

Yendo por partes, en primer lugar, la libertad de expresión sí tiene límites. Están los morales, que van por la línea de “no digas de la madre de otro lo que no quieres que digan de tu madre”. Y están los impuestos, claro está, por los que pueden imponerlos: el Gobierno. Volviendo al caso Hebdo, Francia no ha dudado en limpiarle el polvo a la capa y espada, ya gastadas por el desuso, con las que defender el derecho al libre pensamiento y su difusión. Y lo ha hecho con un despliegue mediático y una movilización ciudadana envidiable. Por la espalda, sin embargo, se ha llevado a cabo la detención del Comité Invisible, unos brillantes teóricos anarquistas, por la simple exposi
ción de su crítica al Estado. ¿Qué pasa aquí? Simple. En el primer caso, es obvio que se ha de defender el derecho a la vejación de una cultura en términos generales por lo que haya hecho una mínima porción de sus fieles, que osan obrar en nombre de todos. Dicho de otra manera, podemos criticar al factor exógeno, al enemigo externo que nos va a cohesionar a nosotros como nación, por dentro. Pero claro está, el segundo caso toma tintes escabrosos. ¿Cómo vamos a arriesgarnos a que se difunda un mensaje antisistema, si eso va en contra de nuestros intereses? Simple, nos salvamos el culo a golpe de represión.

Ahora, la tendencia represiva forma parte de la bendita marca España, y no se le va de las manos por mucho que se las frote con lejía (al igual que pasa con la sangre de muchos, pero ese es otro tema).  Y su última manifestación ha sido la célebre Ley de Seguridad Ciudadana, a.k.a., la Ley Mordaza.
Muy resumidamente, la Ley Mordaza, en sus palabras, está destinada a la garantía de la seguridad de los ciudadanos gracias a la represión de elementos que puedan suponer alteraciones en la vida pública. En las nuestras, con menos eufemismos, se trata de la vuelta a un modelo dictatorial que, según muchos, está más que superado en este país.

Christian Ferrer sabía de lo que hablaba cuando decía que “de faraones a presidentes, una misma voz advierte a la población que la disidencia y la protesta pública han de orientarse por un cauce establecido, y que la desobediencia radical es un lujo que la autoridad no tolera”. Pero de lujos, nada, la desobediencia radical a partir de ahora incluirá también la manifestación pacífica, con unas multas desorbitantes que, claro está, disuadirán a una población que teme perder lo poco que le queda, de defender su derecho a conservar lo poco que le queda.

Y de aquí se salta a otro término que se las trae: la democracia. No entremos en definiciones, porque no salimos, pero vayamos al –ligeramente- más claro concepto de sistema representativo. Debido a la imposibilidad de que el pueblo gobierne de manera directa, decidiendo asambleariamente todos los asuntos públicos, su voluntad es legada a un cuerpo de representantes elegidos electoralmente de manera limpia. Cuidao aquí, que el hombre es un animal de pasiones y las pasiones son muy jodidas, especialmente la ambición. Cuando ésta entra en juego, los ciudadanos representados empiezan a temer por la legitimidad de la delegación de su soberanía en personajes sedientos de poder. Es por ello que existen ciertas garantías de que su voluntad se cumpla, como es la libertad de expresión, que permite la difusión de una crítica –si necesaria- que implique el cese de la actividad de un gobierno que actúa de manera ilegítima para el pueblo.

Eso, hablando de Estado de Derecho. Ahora, si nos vamos a las dictaduras, tanto las divas europeas de mediados del siglo XX, como las célebres comunistas coreana, rusa o china, o incluso las archiconocidas actualmente Venezuela o Cuba, vemos que esas garantías desaparecen. No son necesarias, pues el gobierno se asienta en la represión del pueblo. No importa lo que éste piense, porque no se le da capacidad de cambiar las cosas.

Y volvemos a España. ¿Por qué un gobierno democrático hasta las trancas haría semejante cosa, coartando las libertades de sus adorados ciudadanos y corrompiendo la legitimidad de un sistema tan limpio? Es una duda que nos corroe a muchos, y puede, no sé, que se trate de un zarbado último intento de salvarse el culo.

Y no quiero hablar, más que por falta de ganas por exceso de rabia, de la censura en el sentido estricto de la palabra que está caminando por la escena periodística española de la mano de despidos de los pocos profesionales que sobreviven en un mundo tan repulsivo como el de las medias verdades y el aborregamiento del pueblo. 

Los fascistillas ven con miedo el ascenso a la escena pública de alternativas políticas a la herencia franquista y, además de mandar preciosas cartas amenazantes (pero aquí, de apología al terrorismo ni mú, claro está), acuden a su merecidísima mayoría absoluta (un ole por los votantes del PP) como máquina del tiempo que les permitirá volver a sus tiempos de fantasía, que datan de la segunda mitad del siglo pasado y supusieron la muerte –y olvido- de miles de españoles, y la dura represión de millones de ellos.

Pero eh, tranquilos todos, que lo están haciendo guay. Es por nosotros, que no nos controlamos y cuando vamos a manifestarnos por una vida digna perdemos el control. No solo nosotros somos unos inconscientes, sino también la ONU y la UE, que no tienen ni idea de cómo llevar un país, y les gusta hablar mucho de esas paridas de los “derechos fundamentales”. No quiero decir en ningún momento que la represión ciudadana es el alimento del status quo, que nuestro silencio es el enriquecimiento y empoderamiento de los ya ricos –a nuestra costa- y los ya poderosos –ídem-, ni nada de eso. Solo que Viva España y esas cosas. Grande y libre. España, eso sí, no nosotros. 



jueves, 26 de marzo de 2015

El lamento del esquirol

Hoy, día 26 de marzo, he de confesar al dios que esté dispuesto a escucharlo, que he pecado. He pecado no para con los valores impositivos propios de un culto, o conforme a las expectativas que de mí ha podido tener o dejar de tener el resto de la sociedad, sino para conmigo misma.

Hoy, he ido a clase en un día de huelga. Y sí, muchos reirán ante el tormento causado por tal pequeñez, pero la relatividad de la perspectiva me otorga permiso para atormentarme hasta por la longitud de mis pestañas. Y así me propongo a hacerlo.

No comprenderán, tales personas, lo que es caminar por el pasillo vacío de una facultad caracterizada por el bullicio y la vida. No comprenderán el sentimiento de alienación y de yugo que supone percatarse de que el resto de clases permanecerán cerradas la mañana. Que solamente el personal asalariado ha acudido a sus puestos, mientras que los demás estudiantes se han mostrado firmes en su empeño.

Llámesele Pepito Grillo pateando en mi vientre, llámesele culpa haciendo hervir mis fluidos gástricos, el corazón bajó unos centímetros y se hizo un puño palpitante que no hacía más que recordarme mi innegable condición de traidora.

Caí en la traición a los valores que yo misma enarbolo y de los que hago mi bandera. Aquellos que he configurado para mi ser y una vida digna y sin culpa, como lo único que podemos hacer nuestro en una época como la contemporánea, en la que hasta el cuerpo está sometido al juicio de la mirada ajena, y a los cánones que ésta dicta cuando arquea una ceja.

No quiero tacharme, sin embargo, de hipócrita, pues ello supondría una necesidad de coincidencia entre aquello en lo que me he pronunciado y aquello que se ha reflejado de mis actos, y esto se deriva, en último instancia, del juicio ajeno, y no es ese el que me preocupa, sino el propio.
He sido, pues, esquirol de una huelga que considero más que necesaria, que trata de ser piedra en el camino de la elitización de los estudios, que no ha comenzado en este último decreto-Ley del amigo Wert. La educación actual es instrumento de sometimiento y de anulación intelectual del pueblo, y eso no es algo que se vaya a derivar de la reducción de la duración del grado a tres años. No. Es el veneno que inunda las venas del sistema educativo.

Y hace tal cosa por resultar beneficiosa a aquellos que ostentan el poder, ciertamente. Se nutren de la ignorancia del pueblo, al que atontan aún más, tanto mediante entretenimiento banal –una programación televisiva simplemente repugnante- como mediante una ideología del sometimiento, que no es otra cosa que el inculcar unos valores antihumanistas, que suponen el envilecimiento de toda bondad humana. Todo ello, para conseguir aborregar a un pueblo aborregado que le entregará su voto envuelto en papel de regalo y con un lazo rojo, tras un vil juego electoral basado en el “tú eres tonto”, “pues tú más” como el actual.

Esto es, por ejemplo, la creación del término “éxito” y su antítesis “fracaso”. Su asimilación por los individuos que viven en una sociedad que no hace más que referencia a los mismos (eres un fracasado si no tienes un salario digno, eres exitoso si conduces un Mercedes) conlleva la creación inmediata de expectativas acordes a lo que tal sociedad dictamina de manera implícita.

Todo esto se puede traducir de las palabras que los guionistas del Club de la Lucha quisieron poner en un personaje tan paradigmático como Tyler Durden: "La publicidad nos hace desear coches y ropas, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seriamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock, pero no lo seremos y poco a poco lo entendemos, lo que hace que estemos muy cabreados."
Tal es la esencia de un sistema capitalista en el cual el más mínimo índice de camino alternativo, supone un síntoma de debilidad del individuo y un atentado a la estabilidad del propio sistema.

Explico todo ello como antesala a una especie de justificación de lo que hoy he hecho, como muchos otros, como todos los que, en última instancia, ni siquiera han apoyado la huelga. Tenemos inherente una concepción del fracaso que nos han vendido, programado e insertado en nuestros cerebros, que, carentes de espíritu crítico, adoptan tal sentimiento exógeno como propio, y orientan su vida en torno a él, para acabar muriendo con la conciencia intranquila de quien tiene la certeza de que ha malgastado su vida. Nos dicen que un fracasado es aquel que suspende, pero yo llamo fracasado al que vive sin saber dónde, cómo o por qué es como es realmente. Tachan de ineptos a aquellos que no aprueban todas sus asignaturas con una media de, mínimo, notable, pero yo no dudo en tachar de borregos a aquellos que se someten a lo impuesto, obedecen y memorizan kilos de información tanto innecesaria como perniciosa para su enriquecimiento real como personas, solamente para poder vomitarlo el día del examen y colgarse la medalla de haber sido el sobresaliente.

No te vas a llevar tus notas de la universidad a la tumba, amigo mío, pero sí nos podremos llevar todos, sin duda alguna, el orgullo de haber sido la generación titánica de Crono, los hijos del sistema que pudieron aniquilar a su padre por haber sido una aberración en contra de los verdaderos dictámenes de la conciencia. Eso, claro está, si el trabajo en equipo se torna una verdad más allá de la teoría y el compromiso de palabrería.

Odiarme a mí misma no servirá para limpiar mi conciencia, ni una explicación racional de lo que me ha llevado a ir a clase para que no pusiesen una nota en mi expediente que me condujese directamente al suspenso e, indirectamente, al “fracaso”, para limpiar la traición a mi ser, y a todos aquellos que están bajo la tutela del sistema educativo actual.


No hay cambio sin lucha, y nuestra lucha será contra un sistema de valores que no es realmente nuestro, nuestro campo de batalla la conciencia y nuestras armas el espíritu crítico. No debemos dejar de guía a nuestras acciones el temor a la muerte, sino a una vida no digna.

miércoles, 25 de marzo de 2015

La vieja y el gato


Como cada mañana, un ronroneo familiar se infiltraba en los sueños menos oníricos de la retahíla que se había pasado por la cabeza de Misao toda la noche. Era hora de volver a la realidad por estricta orden del sol naciente, y Fukumaru le estaba avisando de ello. Abrió primero un ojo, y luego, perezosamente, el otro. Delante de su cara el blanco gato la miraba atentamente, expectante, deseoso de que se levantase para poder investigar el nuevo día con ella, una vez más, otra de tantas.


Misao se levantó y se preparó un escueto desayuno. Su estómago estaba ya curtido por el hambre, y con un par de bocados estaría saciada durante horas. A sus 85 años –que se dice rápido- seguía trabajando en el campo que rodeaba su modesta casa, en un pueblo perdido en algún punto de Japón. Araba, arrancaba malas hierbas, sembraba y recolectaba, todo a su debido tiempo, y todo ello con la compañía inseparable del gato blanco.


Conoció a Fukumaru de pura casualidad. Caminando por la calle, un maullido lastimero se le enquistó en el alma y no le cupo otra opción más que llevárselo consigo, lejos de la lluvia, el frío, y la maldad del género humano, que tiene la mala costumbre de cebarse con el más débil.


A tal acto de generosidad y altruismo, el bautizado Fukumaru le supo corresponder con su compañía infatigable y constante atención. La sombra de la vieja ya no era negra, sino blanca, e iba allá donde ella fuera, paso tras paso, sigilosamente, sin que sus pupilas rasgadas pudieran perderse un milímetro de sus movimientos.






El sol, ya alto en el cielo, golpeaba sin piedad la espalda de la anciana, cuyos huesos ya no soportaban la postura arqueada sobre la tierra. Se sentaba, agotada, con lágrimas de sudor perlando su nariz, y el gato la imitaba, se recostaba a su lado y continuaba mirándola, impertérrito. También cazaba ratones. Para exponerlos en la puerta del hogar, muestra de que su utilidad no se reducía a la simple vigilia, que, sin embargo, era su actividad predilecta.




Con el sol iban avanzando las horas, y el agotador trabajo se intercalaba con muestras de cariño entre la vieja y el gato, que solo podían comprender aquellos que habían decidido desprenderse de la egocéntrica concepción del ser humano como el animal rey de animales, para poder alcanzar la beatífica conexión entre dos almas vivas, tan profunda como cualquier otra.

Se echaban la siesta, ella guarecida del calor, él repantingado a la solana, pues, blanco como era, no se acaloraba con facilidad. Al despertar, Misao siempre acariciaba su irregular pelaje, caliente y ronroneante, mientras Fukumaru la miraba con un ojo azul, y otro marrón, leyendo en las arrugas que adornaban su cara todas las historias que la vieja jamás contaría con palabras.


Los hijos y nietos de Misao no podían reprimir su asombro ante el comportamiento del felino. Al mismo tiempo, agradecían su presencia, pues les libraba de las periódicas visitas con un fin teñido de obligatoriedad, y no de cariño, que era el comprobar que la anciana no había tenido un grave accidente o, directamente, fallecido a causa de una lipotimia o de la fatiga.

Misao no tenía teléfono. Confiaba en que aquel que tuviera verdadero interés en hablar con alguien, había de hacerlo a la cara. No era concebible para ella el poder comunicarse sin ver los ojos de la otra persona. Siempre se perdía algo, aunque fuese un atisbo de mentira, maldad, o admiración en la mirada o en una mueca de la boca.


Sí que tenía, en cambio, televisión. Y cuando llegaba la noche, y el apetito acumulado con el trabajo hacia gruñir a su vientre de indignación, se sentaba en la mesa de la cocina para ver documentales, y el tiempo. Ni al gato ni a ella les interesaban las noticias, que solo podían traer disgustos, pues las buenas, según solía decir, se las guardaban en la manga, para deprimir aún más a una humanidad ya de por sí desconsolada.

Fukumaru tenía un gran interés por los documentales de naturaleza, donde se agolpaban sus primos hermanos africanos a la zaga de las gacelas. Siempre que volaban pájaros por la pantalla, Fukumaru saltaba grácilmente hacia ella para tratar de aprehenderlos entre sus garras, y mostrarle su heroicidad a Misao. Se metía entre los cables, detrás del aparato, pero nunca conseguía acallar los incesantes piidos de las aves, que acababan por desaparecer con las pausas de los anuncios.

Misao veía el tiempo por pura costumbre, pues era capaz de acertar al predecir si iba a llover o no aunque no hubiese nube alguna en el firmamento. Le atribuía esa capacidad a sus ya desgastados huesos, que olían la humedad a millas a la redonda, y la avisaban con unas crueles corrientes de dolor que atravesaban siempre su pierna izquierda.


El día, siempre parecido al anterior, y nunca muy diferente del siguiente, llegaba a su fin con la caída del sol. En el crepúsculo, la vieja y el gato se recostaban en el suelo de madera de la terraza para contemplar el infinito teñido de rojo. Después de eso, ambos se iban a dormir, con la intención de, una vez más, soñar juntos.






El trabajo de la fotógrafa Miyoko Ihara mostrando al mundo el especial vínculo que une a su trabajadora abuela y su incansable acompañante ha sido reconocido mundialmente. Con él pretende transmitir, además, la esencia de la vida rural japonesa, ya en vías de extinción con el imparable paso de las agujas del reloj.









miércoles, 11 de marzo de 2015

Qu'est-ce que c'est ça? Pues un mundo de mierda.

Si el reducirme a una esquina de mi cama es consecuencia de un mal funcionamiento de mis neuroquímicos, yo me cago en la serotonina. En la serotonina, y en el mundo. Y en el mundo, y en el amor. Yo me cago en el amor, por no poder sentirlo, y sentirlo tanto en falta. Por no sentir más que dolor, que vacío y que aburrimiento. Aburrimiento ante la vida, ante el paso incesante de noches, y a veces de días, y todo ello sumido en un abrazo que me doy a mí misma. Me cago en el amor, sí, en el amor que tantos se proclaman sin saber cómo se escribe con sangre. Me cago en las máscaras, cuyo reinado absoluto es la lacra del siglo veintiuno. Me cago en la gente, y en sus ganas de hacer sufrir, de reír a coste ajeno, de esconderse en falsos sentimientos y en labradas apariencias. Yo me cago en ellos, pero ellos se cagarán en su madre cuando, asomándose a la caja de pino, en retrospectiva no vean más que tiempo desperdiciado y engaños. Me cago en todo, y me cago en cagarme en todo, que no sirve de nada más que para engendrar odio, un odio que no hace falta en un mundo en el que se mezcla con el sudor, las lágrimas y la sangre de todas las personas. Me cago en todo, pero lo hago con la boca cerrada, con cuidado de no pensar muy alto, y de no salirme del camino de las baldosas amarillas, vaya a ser que me caiga, me rompa una pierna y no pueda ganar la maratón para la que me lleva entrenando mi padre paralítico para que cumpla mi sueño. Me cago en las sensiblerías, joder. Y en el cine americano. A ese, mierda doble no, triple, o incluso con una ración de más. Me cago en lo que ha hecho con el mundo. Me cago en los estereotipos, y en la necesidad de ajustarse a ellos. Me cago en las faldas cortas y en el Axe. Me cago en los homófobos, los racistas, y, ya de paso, en Steve Jobs. Me cago en Israel y en Estados Unidos. Me cago en el imperialismo de sangre y la injusticia, y en la violencia, sea de género o simplemente de genocidas acomplejados. Me cago en el Estado Islámico, y en Boko Haram, y en la lagrimilla que se me escapa cada vez que veo las noticias. Me cago en Dios, y en todo lo que representa. Y cuando me cago en Dios, me cago en Alá, en Budda y en el capitalismo, santo patrón de la era contemporánea. Me cago en mi madre, por haberme traído a un mundo tan oscuro como blancas pueden llegar a ser las nubes.


Pero qué más da en lo que me cague o me deje de cagar, que en un mundo hundido en la mierda hasta las rodillas, todo mi veneno poco puede intoxicar. Pero al menos dejo el vientre a gusto.