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martes, 14 de abril de 2015

El patetismo de la queja adolescente y el fin del mundo según los mayas



Yo. Yo creo. Yo quiero. Yo siempre empiezo las frases conmigo mismo, porque me adoro. Porque me alabo. Porque me creo la persona más inteligente del mundo en mi fuero interno, un genio incomprendido. Yo. Yo. Yo. Yo. Yo

Y yo, Dios, yo, qué mal lo paso yo. Mi mundo se derrumba día tras día bajo preocupaciones que nadie podría comprender...

El egocentrismo es inevitable. A los únicos a los que tenemos realmente al caer la noche es a nosotros mismos, a la voz del interior de la cabeza. Es normal que, en última instancia, nos queramos por delante de los demás. Pero esta es la era del ego, del desmesurado, el malsano, el cegador.

Ya no contamos con los dedos de las manos las fotos que tenemos de nosotros mismos, sino con los pelos de los brazos. Muchas fotos, vamos. Pero no son solo las fotos, es la engañosa condición de Dios en la que nos creemos gracias al -verdaderamente- todopoderoso Internet. Podemos cercenar cabezas con nuestra crítica, cruel y generalmente carente de fundamento, a todo aquello que no nos acabe por convencer.

Todo aquello que no nos acaba por convencer es todo lo que es diferente de nosotros, que somos geniales fabulosos que te cagas la pata abajo. La variedad es la lacra a la que hay que aniquilar a base de políticas restrictivas de "me gusta". Porque no nos gusta.

Nos gustamos nosotros. Nos encantamos. Y nuestro culto empieza por https://. Y acaba en desilusión. Porque entre el ideal de vida que se nos presenta como deseable (y, por ende, alcanzable, por todo eso de que todo lo que se puede soñar se puede conseguir y la madre de Bambi muere pero los sueños no y tal) y nuestra vida, se encuentra el abismo de la -chan, chan, chaaaan- realidad.

Todo está tan idealizado a golpe de filtro de Instagram y banda sonora de Vetusta Morla que nos miramos un día al espejo y nos quedamos como wtf. No hago más que ver fotos de piernas bronceadas -o salchichas, la perspectiva es engañosa- tostándose -o haciéndose vuelta y vuelta con una gota de aceite- bajo el sol abrasador de una playa caribeña. O peñita de fiesta. O cuerpos maravillosos, que en contraste con el reflejo radiactivo que se asoma por el baño, saltan las lágrimas.

Aquí nace la angustia. El quiero, pero no puedo. Porque el puedo es irreal, producto de convenciones sociales que nos entran hasta por las cajas de cereales. Y claro, nos sentimos como la mierda. Estamos yendo hacia algún lado, pero parecemos nunca llegar, cuando no nos damos cuenta de que ni siquiera sabemos cuál es el destino.

Y yo, Dios, yo, qué mal lo paso yo. Mi mundo se derrumba día tras día bajo preocupaciones que nadie podría comprender...

Pues no. Todos lo han pasado. Todos hemos estado arriba y abajo en una montaña rusa con los tornillos sueltos. ¿Y qué? Seguimos aquí, no nos hemos muerto. Y no nos hemos salvado a base de quejas, sino de errores de los que enseñan. Decir que la vida es una mierda, y que el mundo va fatal, con una mano en los calzoncillos y otra en una bolsa de patatas, roza el ridículo. Indignarte por las pequeñas nimiedades que te "destrozan el día", pero no abrir los ojos ante las maravillas -y desgracias- del mundo, roza el retraso. Mental. O emocional. O ambos.

Y destruimos nuestra potencialidad individual, inherente a nuestra condición de humanos. Dejando de hablar en arameo, nos anulamos, al centrarnos en la queja, y no en la acción. Este remedio es muchísimo peor que la enfermedad, y se dibuja de manera circular (esto es, me quejo, pero no hago nada, nada cambia, me vuelvo a quejar, y seguimos rodando).

Y, de repente, tienes 50 años, estás volviendo a casa de un trabajo que te hace ver el lunes como el fin de la condicional. Y, durante una breve milésima de segundo, te das cuenta. La vida es lo único que tenemos, y miras la tuya por un espejo retrovisor sucio de lluvia del mes pasado. Y qué triste.

Quizás ese es el fin que predijeron los mayas. El de la lógica, el del cerebro en funcionamiento. Puede que sí que coincidiese, el 12 del 12 del 12, con la anulación neuronal total por la frecuencia de algún satélite (comunista, eh) que nos dejó tal y como estamos. Amargados. Ansiosos. Medicados. Insípidos. Aislados. Apáticos. Cuánta a, coño. 

A lo que iba, que en dos días, Kaput, koniek, y fin en todos los idiomas.





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