Hay mucho confuso hablando de
eso. Del amor de una vida. No tiene por qué ser tu marido, ni tu primer novio,
ni siquiera haber sido tu pareja. Basta con que te haya prendido fuego las
entrañas con una sonrisa torcida. O con que el perfume que lleva su nombre te
saque las ganas de llorar por todas las raspaduras de rodilla infantiles de las
que no te quejaste.
No va a ser el que más, pero va a
ser el que mejor. El que supo usar sus manos a modo de desfibrilador, y darle
vida a un cuerpo inerte. El que no dudas en llamar Dios, porque es omnipresente
en tu cabeza y omnipotente sobre tu vida o tu muerte. El que sigue apareciendo
en sueños sin llamar a la puerta, y cuyo recuerdo puede convertir de puro dolor
todo en pesadillas.
El amor de una vida es aquel que
le dio inicio y sentido. Es las almohadas empapadas y las noches en vela, pero
también los pliegues de las sábanas con secretos inconfesables y ritos
satánicos al pie de la cama. Porque algo tan perfecto no puede ser bueno. En
cualquier caso, siempre tiene un fallo.
Y es que el amor de una vida
siempre lleva fecha de caducidad en el anverso de la etiqueta.
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