La nuestra sí es la Generación Perdida, y no la de Hemingway.
Nos arrastramos en el tiempo sin un destino claro a la vista, sin saber qué
podrá ser de nosotros. Víctimas de la abulia y el pesimismo que nos rodea, nos
dividimos, yendo unos hacia el duro trabajo y la conducción de su vida hacia
buen puerto, y otros hacia la bucólica emancipación de la conciencia mediante
el consumo de estupefacientes. Habiendo estado en ambos sectores de los nacidos
en los 90, sigo sin saber cuál es realmente el camino adecuado. El impuesto
siempre nos parecerá erróneo por la imposición que lo caracteriza, además de
que el vernos obligados a seguir patrones de comportamiento que en ningún
momento han tenido nuestra aprobación –ve a la Universidad, consigue un
trabajo, alquila un piso, consagra tu vida por completo a frustrar tus sueños
en pos de tus realidades- nos sume en un
sentimiento de individualidad anulada, de carencia de espontaneidad y de odio
hacia la vida.
Somos la generación del vacío existencial, aquellos que no
hemos padecido ningún sufrimiento más que el sufrimiento de un alma que no sabe
a dónde dirigirse. Somos la generación del desamparo, del desapego y del
individualismo; de la felicidad prefabricada y los padres divorciados. Somos
una generación que no tuvo ocasión de conocer la verdadera alegría o de
siquiera intentarlo. La crisis es una oscura nube que lleva ya demasiados años
impidiendo que el más mínimo rayo de luz nos acaricie la cara. Más allá de eso,
no es únicamente el futuro que nos espera en la cola del INEM, es lo podridas
que están nuestras mentes antes incluso de que puedan tomar tal nombre. No
sabemos cómo ser felices, nos envuelve un halo de falsas necesidades inculcadas
con la gentileza de la presión de grupo. Nuestra felicidad no está tan lejos
como la vemos, se halla en las pequeñas cosas: en el dormir largas horas, el
ver amanecer, en las caricias, besos y abrazos de personas incluso
desconocidas, en el no ser juzgado, el compartir opiniones, en la risa, la
lectura, el conocimiento…
Pero no seremos nosotros los que la alcancemos. Nos hallamos
aún a años luz de la más mínima brizna de serenidad espiritual. No queremos
tenerlo todo, queremos que los demás piensen que lo tenemos todo. Una vida de
puertas para afuera no permite la construcción de una personalidad fuerte y
única. Somos la generación tipificada, el modelo Ford llevado a la estirpe
humana; somos seres hechos en cadena, exactamente iguales, y entre los cuales
los sujetos con taras van directos a la papelera del ostracismo y el rechazo
general. Somos todos asquerosamente iguales. Leer los mismos best-sellers, ver
las mismas películas, tener las mismas opiniones. ¿Crepúsculo o Los juegos del
hambre? ¿Tarantino o Woody Allen? ¿Derechas o izquierdas? Mínimas diferencias.
Sea cual sea el grado de finura al que hayamos conducido nuestro bagaje
intelectual, siempre seremos igual de lerdos. No juzgaremos un libro por lo que
nos pueda haber transmitido, de tinta a sangre, lo haremos por las críticas y
las reseñas del Wikipedia. Aun aquellos que se enorgullecen de poder llamarse
“cultos” llegan a ser los peores, presumiendo de una intelectualidad que
resulta vacía al carecer de sentimiento.
Somos la generación de los adictos. Cada uno tiene su
adicción, claro está, pero ¿quién se halla en posición de poder decir cuál de
ellas es la más nociva? ¿Qué diferencia hay entre un joven que acalla su
conciencia mediante el desfile ininterrumpido de mujeres por su cama, y aquel
que lo hace mediante el desfile ininterrumpido de su tarjeta de crédito y un rulo
de cinco euros a los baños de los bares en una noche de fiesta? Todos somos
culpables de matarnos lentamente, sea de la manera que sea.
Somos la generación de los infelices. No hemos vivido una
Gran Guerra, pero luchamos contra nosotros mismos cada día.
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