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martes, 7 de abril de 2015

La nueva Generación Perdida

La nuestra sí es la Generación Perdida, y no la de Hemingway. Nos arrastramos en el tiempo sin un destino claro a la vista, sin saber qué podrá ser de nosotros. Víctimas de la abulia y el pesimismo que nos rodea, nos dividimos, yendo unos hacia el duro trabajo y la conducción de su vida hacia buen puerto, y otros hacia la bucólica emancipación de la conciencia mediante el consumo de estupefacientes. Habiendo estado en ambos sectores de los nacidos en los 90, sigo sin saber cuál es realmente el camino adecuado. El impuesto siempre nos parecerá erróneo por la imposición que lo caracteriza, además de que el vernos obligados a seguir patrones de comportamiento que en ningún momento han tenido nuestra aprobación –ve a la Universidad, consigue un trabajo, alquila un piso, consagra tu vida por completo a frustrar tus sueños en pos de tus realidades-  nos sume en un sentimiento de individualidad anulada, de carencia de espontaneidad y de odio hacia la vida.

Somos la generación del vacío existencial, aquellos que no hemos padecido ningún sufrimiento más que el sufrimiento de un alma que no sabe a dónde dirigirse. Somos la generación del desamparo, del desapego y del individualismo; de la felicidad prefabricada y los padres divorciados. Somos una generación que no tuvo ocasión de conocer la verdadera alegría o de siquiera intentarlo. La crisis es una oscura nube que lleva ya demasiados años impidiendo que el más mínimo rayo de luz nos acaricie la cara. Más allá de eso, no es únicamente el futuro que nos espera en la cola del INEM, es lo podridas que están nuestras mentes antes incluso de que puedan tomar tal nombre. No sabemos cómo ser felices, nos envuelve un halo de falsas necesidades inculcadas con la gentileza de la presión de grupo. Nuestra felicidad no está tan lejos como la vemos, se halla en las pequeñas cosas: en el dormir largas horas, el ver amanecer, en las caricias, besos y abrazos de personas incluso desconocidas, en el no ser juzgado, el compartir opiniones, en la risa, la lectura, el conocimiento…

Pero no seremos nosotros los que la alcancemos. Nos hallamos aún a años luz de la más mínima brizna de serenidad espiritual. No queremos tenerlo todo, queremos que los demás piensen que lo tenemos todo. Una vida de puertas para afuera no permite la construcción de una personalidad fuerte y única. Somos la generación tipificada, el modelo Ford llevado a la estirpe humana; somos seres hechos en cadena, exactamente iguales, y entre los cuales los sujetos con taras van directos a la papelera del ostracismo y el rechazo general. Somos todos asquerosamente iguales. Leer los mismos best-sellers, ver las mismas películas, tener las mismas opiniones. ¿Crepúsculo o Los juegos del hambre? ¿Tarantino o Woody Allen? ¿Derechas o izquierdas? Mínimas diferencias. Sea cual sea el grado de finura al que hayamos conducido nuestro bagaje intelectual, siempre seremos igual de lerdos. No juzgaremos un libro por lo que nos pueda haber transmitido, de tinta a sangre, lo haremos por las críticas y las reseñas del Wikipedia. Aun aquellos que se enorgullecen de poder llamarse “cultos” llegan a ser los peores, presumiendo de una intelectualidad que resulta vacía al carecer de sentimiento.

Somos la generación de los adictos. Cada uno tiene su adicción, claro está, pero ¿quién se halla en posición de poder decir cuál de ellas es la más nociva? ¿Qué diferencia hay entre un joven que acalla su conciencia mediante el desfile ininterrumpido de mujeres por su cama, y aquel que lo hace mediante el desfile ininterrumpido de su tarjeta de crédito y un rulo de cinco euros a los baños de los bares en una noche de fiesta? Todos somos culpables de matarnos lentamente, sea de la manera que sea.


Somos la generación de los infelices. No hemos vivido una Gran Guerra, pero luchamos contra nosotros mismos cada día.

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