Y así, cada día dolía más que el siguiente, y el anterior
menos que aquel. Y poco a poco, bajé una calle demasiado transitada por
recuerdos, que en mi carencia de imaginación quise llamar Avenida del Olvido. Y
pasaron los días, porque era un camino que se alargaba conforme pasaba el
tiempo. Nunca vi el edificio al que tenía que llegar. Nunca supe su dirección.
Y un día, simplemente, llegué. Me desperté sin tu cabeza en
la mía, ambas en la almohada.
Siempre consideré que lo que tenía era una batalla contigo,
en la que debía emplear todas las armas a las que tuviera alcance, celos, odio,
recriminación, indiferencia, y de todo ello hacer un cóctel molotov y prenderle
fuego a tus contenedores.
Pero la lucha era conmigo. La lucha era con el haberme
convertido en alguien al que no soportaba ver cada mañana. Con la pérdida de
tiempo buscando un amor que nunca prometiste y los llantos que salían de la
única ventana encendida en el edificio a las 3 de la mañana. La lucha fue con el
tener que aceptar que ya no era la niña inocente que una vez había sido. Yo te
llamé asesino, pero fuiste chivo expiatorio, porque en todas las fotos en las
que salimos juntos yo era la que llevaba el arma blanca.
Y blanca, ahora, es la bandera. Se halla, impertérrita ante
la nube de cenizas que la rodea, clavada en medio de un paraje desierto que
alguna vez pude llamar por mi nombre. El viento a veces aparta el polvo gris y
se dejan ver brotes verdes. Porque encima de un bosque totalmente devastado
podrán nacer las junglas de una vida que nunca llegará a su fin. Porque ya no
soy sombra, soy ave fénix a la que no vas a poder disparar cuando alce el
vuelo.
He vuelto de la guerra, y sus heridas siguen marcándoseme
bajo la luz blanca de las discotecas, pero he vuelto con pies, y ojos, y manos,
y el corazón, no intacto, pero remendado con la voluntad de cambio. He vuelto
de la guerra, y sé que volveré a ir, pero contra otro imperio, y en otro campo
de batalla. Tú ya no vas a volver a llover, no vamos a volver a llover.
Firmamos la paz un domingo a través de un whatsapp. Tú,
sin saber nada; yo, con la conciencia intranquila de quien cree que podría
haber hecho algo mejor. Ahora no cambiaría nada de lo que hice, porque lo que
hice me hizo ser quien soy exactamente ahora. Fuerte. Distinta. Irreconocible.
Enorme. Feliz. Y si no feliz, dispuesta a serlo.
Hollywood nos ha hecho creer que la triste historia de amor
se acaba con un plano detalle de una lágrima de ella. Y otro de él alejándose
bajo la lluvia. Fundido en negro. Créditos finales. Pero no acaba ahí.
Ella lo supera. Y él también. Ambos se enamoran de nuevo
miles de veces, a cada segundo, cada día. Y aún recuerdan de pasada momentos
juntos. Una noche, una frase, o un chiste. Y sonríen, o puede que no, pero ya
no se les pone la piel de gallina.
Y ese es, al fin y al cabo, el arte del olvido. Nunca viene
cuando es reclamado entre lágrimas. Se asoma a tu ventana un día al mes, luego
cuatro a la semana. Acaba por darte la mano en el bullicio del metro, y llega
el día, en que por fin, se te olvida por qué las tormentas llevan nombre de
persona.
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