A pesar de escudarse por completo en una fachada de
pensamiento divergente, Lucía, como muchas otras personas, difícilmente podía
evitar escenas tan convencionales como la que iluminaba el débil verdor de un
despertador que le recordaba que la luna aún no tenía intención de esconderse.
Errantes tanto ojos como pensamiento, el humo del tabaco no le parecía más que
aire enturbiado, y prefería encender un cigarrillo con los agonizantes
vestigios de su predecesor que estirar el brazo hasta la mesilla, donde
aguardaba un mechero casi sin gas, casi sin piedra. Tiró una colilla más por la
ventana e inundó sus pulmones de alquitrán con los ojos cerrados. Pensó en lo
poético que resultaba el querer ahogar las penas de una manera tan literal.
Tosió e intentó sonreír, en vano. Alzó la mirada, hacia las estrellas, que
plenas en brillo pero vacías de vida, se alzaban impertérritas ante ella. Se
dejó llevar por la infinita soledad con
que tal perspectiva le había envenenado, y pudo llorar. No quiso detener a la
lágrima pionera, y la animó con un sollozo desconsolado. Lloró con paz, con
ganas, con la libertad con la que uno llora a las tres de la madrugada de un
mal día, esa libertad que no existe ni en la compañía del más acérrimo
compañero. Lloró, y se abrazó las piernas con fuerza, alternando tosidos con
gimoteos, y caladas con furtivas miradas a las frías estrellas.
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