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domingo, 12 de abril de 2015

Polvo de estrellas

A pesar de escudarse por completo en una fachada de pensamiento divergente, Lucía, como muchas otras personas, difícilmente podía evitar escenas tan convencionales como la que iluminaba el débil verdor de un despertador que le recordaba que la luna aún no tenía intención de esconderse. Errantes tanto ojos como pensamiento, el humo del tabaco no le parecía más que aire enturbiado, y prefería encender un cigarrillo con los agonizantes vestigios de su predecesor que estirar el brazo hasta la mesilla, donde aguardaba un mechero casi sin gas, casi sin piedra. Tiró una colilla más por la ventana e inundó sus pulmones de alquitrán con los ojos cerrados. Pensó en lo poético que resultaba el querer ahogar las penas de una manera tan literal. Tosió e intentó sonreír, en vano. Alzó la mirada, hacia las estrellas, que plenas en brillo pero vacías de vida, se alzaban impertérritas ante ella. Se dejó llevar por la infinita soledad  con que tal perspectiva le había envenenado, y pudo llorar. No quiso detener a la lágrima pionera, y la animó con un sollozo desconsolado. Lloró con paz, con ganas, con la libertad con la que uno llora a las tres de la madrugada de un mal día, esa libertad que no existe ni en la compañía del más acérrimo compañero. Lloró, y se abrazó las piernas con fuerza, alternando tosidos con gimoteos, y caladas con furtivas miradas a las frías estrellas. 

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