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lunes, 20 de abril de 2015

El insoportable retraso del ser

A veces miro los patios de los colegios, con una mezcla de añoranza y compadecimiento en las pestañas. A través de la infancia se dejan entrever la inocencia perdida y las oportunidades abandonadas a lo largo del camino. Los niños no dejan de correr, como huyendo del paso del tiempo de manera inconsciente. Hierven en un bullicio de vida que es interminable, al menos hasta que el timbre decida marcar la vuelta a clase. Pero hasta ese momento todas las risas, juegos y conversaciones banales son eternas

Lo efímero se disfraza de eternidad para engañarnos y evitar que podamos disfrutar de algo como deberíamos -con la perspectiva de la finitud-. Van de la mano el final de la infancia y la conciencia de El final. Es ahí cuando comienza el miedo. La angustia ante la perspectiva de la muerte, que se filtra en sueños y envenena nuestros pensamientos, que nos nubla el juicio y nos mete a trompicones en una búsqueda sin sentido de la lógica para algo tan ilógico como la vida

Y nos enzarzamos en batallas con nuestros hermanos, pretendiendo la mano de un honor y una gloria que, lejos de ser princesa, siempre salen rana. De nuestras palabras se deducen la envidia y la avaricia, y de las migajas del cuello de la camisa, la más malsana gula. 

Y vivimos a través de nuestras posesiones, pero nunca de nuestros momentos. Vendemos tiempo de vida por dinero, como los indígenas con Alaska: sin conocer el alto valor de lo que damos a tan bajo precio.  Y así, vestimos de inseguridades, que prevalecen a pesar de cambiar de ropa con el rotar de las temporadas. Llega un punto en que se pegan a la piel como el sudor seco, y no hay manera de ocultarlas, por mucha mansión o cochazo en los que aspiremos a escondernos. 

Vivimos la vida como huida, tanto de la muerte como de la vida misma. Y de nosotros. Confiamos en nuestro criterio para conocernos mejor que nadie, pero el amor propio es el más ciego, y acaba ahogándonos en una neblina de narcisismo e idolatría de la que solo salimos una vez después de haber entrado.

Para cerrar los ojos y echar el último aliento.


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