Utilizamos el amor como arma contra la inevitable soledad que nos envuelve. Un arma de puño egoísta, que utilizamos erráticamente. A ostias contra las barreras que nos separan de otro ser humano. Pero el retroceso que sigue a la bala nos hunde aún más en un aislamiento vital.
A cada desnivel en los latidos le siguen irregularidades en la concentración salina de las mejillas. Y a ello, el convencernos de que habrá una próxima vez diferente. Una que nos salve, que nos haga olvidar que el tiempo corre más rápido que cualquier pierna y que solo nosotros sentimos el dolor cuando nos clavan el cuchillo. Nadie lo hace por nosotros.
Articulamos nuestra vida en torno a ello. A olvidarnos de lo que somos a través de noches en vela, sean de llanto o de sexo. A desprendernos de nuestra individualidad en los brazos de aquel a quien nos asimos con la fuerza del que sabe que va a caer, pero se resiste a precipitarse al vacío.
Cada noche es la más solitaria de la historia en la de aquel que no ama.
O que no es amado.
Y no sé qué será peor.
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