Los martillos de la angustia no
tienen un diámetro ni de un dedo, pero su repiqueteo es tan constante como el
de la lluvia de abril en las ventanas, y acaban por dinamitar un corazón a base
de disgustos. Lo hacen sin prisa, pero sin pausa, e incluso pueden oírse faenar
si, por un instante, se abrazan los párpados y, aguantando el último respiro,
se concentra toda la atención en el fluir de la sangre. Van con ella los
martillazos, una melodía gregoriana, de alabanza al valle de lágrimas que
debería ser la vida. Sufrir y luego, ya si eso, vivir (que no se me pregunte
cómo, que yo tampoco lo entiendo).
Los siervos de la angustia se
alimentan de vanidades y malos pensamientos. Toman cada celo, envidia, crítica
o gesto de vano odio que proyectamos a los demás –como proyectil hacia lo que
nosotros mismo llevamos dentro, y odiamos- y hacen un banquete de él, engordan
las venas cavas, y se nos llena de mierda el organismo.
Y ese es, amigos míos, el
verdadero origen de las enfermedades cardiovasculares.
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