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lunes, 13 de abril de 2015

La sal, que retiene líquidos (¿pero de qué están hechos los surcos de las ojeras?)

Los martillos de la angustia no tienen un diámetro ni de un dedo, pero su repiqueteo es tan constante como el de la lluvia de abril en las ventanas, y acaban por dinamitar un corazón a base de disgustos. Lo hacen sin prisa, pero sin pausa, e incluso pueden oírse faenar si, por un instante, se abrazan los párpados y, aguantando el último respiro, se concentra toda la atención en el fluir de la sangre. Van con ella los martillazos, una melodía gregoriana, de alabanza al valle de lágrimas que debería ser la vida. Sufrir y luego, ya si eso, vivir (que no se me pregunte cómo, que yo tampoco lo entiendo).

Los siervos de la angustia se alimentan de vanidades y malos pensamientos. Toman cada celo, envidia, crítica o gesto de vano odio que proyectamos a los demás –como proyectil hacia lo que nosotros mismo llevamos dentro, y odiamos- y hacen un banquete de él, engordan las venas cavas, y se nos llena de mierda el organismo.


Y ese es, amigos míos, el verdadero origen de las enfermedades cardiovasculares.

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