Dejo de escribirle al amor, lo aviso, porque me he cansado.
De textos inertes y yermos que yerran en su pretensión de revivir un
sentimiento pretérito. De tratar de enganchar el cielo con los dedos y que se
me escapen las nubes de las yemas de los mismos, quedándome siempre con húmedos
trazos de cielo que de poco sirven metidos en los bolsillos.
Me he cansado, de postrarme a los pies de Cupido y de que me
conteste, contrariado, que no le quedan flechas en el carcaj. Contrariada
también es la costumbre insatisfecha de buscar con la mirada en todas las
habitaciones a ese alguien que te ha hecho palpitar, y ahora no hace más que
evaporarse entre recuerdos.
No quiero escribirle más al amor, porque no lo tengo. No sé
si lo tuve, y mucho menos si lo tendré, pero poco importa en un mundo, el mío,
en el que no hay más centro que mi ombligo. Hundido, ranura que habla de la
verdadera conexión con otro cuerpo, por un demasiado breve periodo de nueve
meses. Me recuerda que la vida tiene un comienzo y un final, y este último no
se halla en cada beso mal dado que insiste en atormentarte por las noches.
No le escribiré más al amor, repito, porque ahora sé que no
me va la vida en ello. Me va la vida en sí misma, a través de mis poros, y no
de los del amante inconcluso, el polvo insatisfecho, el alarido de pasión
entrecortado por el destiempo. Ya no es eso el alimento de mis miedos y mis
desavenencias, lo es la vida que se me escapa de las manos y corre más rápido
que cualquier pierna. Humana o animal, que viene a ser la misma esencia con
distinto nombre.
Lo digo por última vez, y no por ello menos convencida. No
le voy a escribir más al amor porque lo único que siento en la espalda esta
mañana es el golpeteo intermitente de los rayos del sol más madrugadores,
acallados entre el latir de la sangre en las sienes, unidos en un todo al que
se reduce una más de tantas nimias existencias.
Porque el amor es el nombre simple que escogimos para el
todo que no entendemos. Porque tenemos poco vocabulario, poco tiempo y pocas
ganas para decirlo con la propiedad que se merece. Por eso no le pienso hablar
al omnipresente y vacío término “amor”. No pienso volver a mencionar su nombre
hasta el día en que llame a mi puerta y me deje claro que ha venido para
quedarse, y no para una noche de tantas, de despertar en una cama vacía de todo
menos de recuerdos preparados para hacerte sufrir eternamente.
Ahora se me llenará la boca de ilusión, esa que se rompe en
pedazos cuando choca con el muro de la realidad;
de desaires, para con otros y
conmigo misma;
de fuelle, choque neuronal, eléctrico, que te empuja a seguir
adelante, andando entre una bruma que acalla las figuras en el silencio de su
espesura;
de esperanza, de que el nuevo día traiga más que el viejo, y menos
que el que aún se incuba;
de realidad, pero solo la mía, pues en ella existo mi
existencia;
de sangre, que me corre por las venas, roja como las pinceladas de
un Dios especialmente artístico para algunos atardeceres;
de vitalidad, de
saltos y piruetas, que acaban con el cuerpo boca abajo y la boca llena, a veces
de hierba y a veces de arena, muriendo a segundos en sonrisas;
de humanidad, a
la que pertenezco, tanto como ella me pertenece a mí en mis dos piernas;
de
susurros, los nunca dichos, aún ocultos en algún rinconcito de la mente, y los prófugos de una boca desincronizada con los complejos, que resultan ser la máxima
expresión de las verdades;
de sueños, sí, de sueños, con los que cimento el
adoquinado de mi camino al futuro, por el que ando de puntillas con mucho
cuidado de no clavarme cristales, posibles vestigios de sabe dios qué botella
de veneno lanzada en alguna borrachera.
Voy a hablar de todo ello, y de mucho
más, de la eternidad y la totalidad de la existencia, con la pausada voz del
sabio que solo le habla a quien le escucha, y la baja voz del joven, que sabe
que se equivoca a cada frase, pero se mantiene imperturbable en su ansia por
conocer.
Sabio, joven, maestro, aprendiz y eterna persona, me alzo en
contra de la maldita temática romántica a la que me ha reducido un mundo que no
ha sabido ordenar sus prioridades, y hoy, un perdido día de mayo del que no se
acuerda el calendario, firmo ante notario mi renuncia a ese gran desconocido,
que en su día quise llamar amor.
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