- ¡Estás para foto!
Atrevido insulto para la escena. Si algo tiene
vocación de recuerdo, el lugar que le es propio es el baúl de la memoria, no un carrete. Y es que las fotografías son
reflejos inexactos, manchas de colores en un papel, o bits ordenados en la
pantalla de un ordenador. Y el papel se quema. Los archivos se borran.
Los momentos se atesoran involuntariamente. No somos
conscientes cuando decidimos que el lunar en el pecho de un amante, la sonrisa
de un confidente, la luna creciente más menguante de la historia o los posos de
la taza de té de aquel día tan fatídico, permanecerán eternamente con nosotros.
Nuestra memoria juega sola en el tablero. Se da cuenta de que la
sangre fluyó más rápida cuando tus ojos se encontraron con dos manos rozándose,
o una flor tirada en medio de la carretera, y en base a ello guarda el momento
exacto, tal como lo viviste, atado a sensaciones inexplicables, irrepetibles y, mucho menos,
perceptibles de ser guardadas en una fotografía.
Y tú, sin ser consciente, rememoras ese recuerdo, de manera que se queda grabado a fuego en algún punto de la masa
gris. Con frecuencia variable y descendiente. Empieza siendo todas las noches, antes de caer en brazos de Morfeo, en
una fracción de segundo la imagen de corta la respiración y te obliga a abrir
los ojos. Pasa a ser de vez en cuando, en el bullicio del metro. Y, finalmente,
ese recuerdo se ve condenado a una relación causal. Ves la cama revuelta de
amor de una sola noche que quisiste que fuesen tantas en todas las camas
revueltas desde entonces.
Tú no juegas a escoger guardar recuerdos. Eres un muñeco de
trapo en el proceso. Y tu subconsciente, tu mente, tu otro yo o como quiera que
se llame aquel que maneja nuestros cables, será el que moverá los hilos para
poner la piel de gallina, o provocar el llanto después de una sonrisa.
No perdamos el tiempo en tratar de aprehender momentos que
están predestinados a esfumarse.
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