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viernes, 15 de mayo de 2015

Diario de sueños I

Hoy abrí los ojos y desperté en una de mis acostumbradas pesadillas. Un hombre, un viejo desconocido, me tomó de la mano para llevarme por un camino que recordaba en sueños, que jamás había pisado más que con los pies desnudos por mi mente. Era gris, quemado, envuelto en cenizas, que ahogaban la voz y traían lágrimas a los ojos. Paseamos por la destrucción de algo que daba la impresión de haber estado muy vivo. Es esa la mayor desesperación, el caer del coloso, cuanto más alto, más doloroso.

Caminamos de la mano, sin rozarnos los dedos. Sumidos en el silencio que no conocen las voces de la cabeza. Mirando al mismo punto sin saberlo, paseando por las avenidas de otro yo al que ahora no querría conocer. Al caído en batalla, hundido en la caja de pino que se disfrazaba con sábanas blancas. La luz se filtraba por los agujeros de bala de los edificios, que carecían tanto de techo como de vigas maestras, y se derrumbaban con la vibración de nuestro andar. 

Me soltó la mano, y desapareció en una bruma clarividente. Me quedé sola, inerte, pero no por ello vacía. Dentro de mi propia cabeza derruida. Echar a andar sin rumbo fijo es como agua fría en un día de verano, y me dispuse a ello, para entrar en una cueva de rocas lisas, húmedas como el anverso de la lengua, que se retorcían en formas de las que solo es capaz la naturaleza. Me deslicé entre ellas, como si de un tobogán se tratase, huyendo del miedo, avanzando sin dificultad hacia un rumor de risas que se escondía en algún punto de la inmensa oscuridad. 

Y el negro, de repente, se abrió. Y me dejó caer en un lago de aguas más oscuras aún que la noche, y que el miedo, que la angustia, que la desesperación, que la soledad, que la muerte. El agua, enturbiada por mi presencia, hizo crecer miles de cuerpos desnudos que se retorcieron en una danza erógena que tomaba color de piel ante mis ojos, y moría entre orgasmos sin sexo.



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