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martes, 19 de mayo de 2015

La tauromaquia o el arte de la tortura

En el siglo XVI, el archiconocido zar Iván el Terrible era un adepto del juego denominado "cazar la gallina", consistente en atar las manos de campesinas para que persiguiesen a un pollo por un patio hasta que alguna consiguiese hacerse con una pluma. Las campesinas, desnudas, eran diana de flechas lanzadas por los espectadores. Una risa, tremenda diversión a costa del dolor ajeno. Cabe destacar que esta práctica no ha llegado al siglo XXI como elemento definidor de la cultura rusa, ni mucho menos. Entonces, ¿por qué se sigue defendiendo la tauromaquia con tal argumento?



En primer lugar habrán quienes argumenten que no hay punto de comparación, pues en un juego se maltrata la vida humana y en el otro, la animal. Ahora, cabe preguntarse, cosa que pocos habrán hecho, cuál es la barrera que separa ambas vidas. ¿La conciencia? ¿La voluntad? Toreemos, pues, a discapacitados mentales. Porque, en términos absolutos, ambos seres sienten dolor, ambos seres sufren en sus carnes las heridas. Es, en el cómputo total, vida, que en ninguna de sus variantes puede ser depreciada de tan vil manera.

Vayamos, pues, a los toros. Cultura, dicen muchos. Basura, digo yo. ¿En serio alguien puede estar orgulloso de que la identidad de su nación se defina en torno a una práctica tortuosa y sangrienta? Y reír sobre ello, y ponerse en las primeras filas, que con suerte puede que salpique sangre. Si este es uno de los elementos de nuestra cultura, reniego de ella categóricamente. Habría que observar, claro está, a los férreos defensores de esta fiesta nacional. Borregos, bastos, ignorantes y brutales, de comportamientos machistas y arcaicos.

Aún más, de cara a la comunidad internacional, somos la risa, la mofa, el icono del desprecio. Países europeos tan avanzados en materia de respeto de derechos animales no se ríen de nosotros porque solo les queda lamentar que aún a día de hoy se conserven costumbres paleolíticas como lancear a un pobre animal.

Y digo pobre, e indefenso, porque la lucha nunca está en igualdad de condiciones. Los toros salen al ruedo deshidratados, confusos, drogados y ya heridos. Su fin en la vida es desde el primer momento servir a la reafirmación de la dudosa virilidad de un gilipollas con el pene y las entendederas demasiado cortos. Que esa es otra, abogaría sin dudarlo por la desaparición de una especie artificial, si están predestinados a sufrir (que no ya morir, sino hacerlo entre terribles dolores).

Confío simplemente en que el pueblo español deje atrás las carencias que lo definen y que, aunque duela admitirlo, se heredan generación tras generación. En este caso, las carencias son de humanidad y cordura, de sensibilidad y lógica. Alguien que disfrute viendo sufrir a un pobre animal, borra la barrera que separa a este último de la humanidad. Poco más, y acabaremos rebuznando y soltándonos mordiscos. Y qué triste.





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