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domingo, 17 de mayo de 2015

El valor depreciado de la vida humana

Resulta sorprendente el poco valor del que dotamos a la vida humana. Generalmente insensibles al asesinato indiscriminado de miles de personas, exculpándonos con el elemento de la distancia, no salimos de nuestra ególatra burbuja ni aun cuando la muerte golpea nuestra ventana, tocándonos de cerca, respirándonos en la nuca. 

Y es que no nos damos cuenta de todo lo que una sola muerte implica, no digamos ya cientos, miles o millones. Para nosotros, cada uno de los humanos, nuestra vida es, a fin de cuentas, todo lo que realmente poseemos -en términos de préstamo para con la fortuna-. Nuestra vida es nuestra única e irrepetible porción del universo, creada por nosotros y nuestro entorno, moldeada una realidad que no podemos compartir, lo que supone, necesariamente, lo especial de la misma.

Sin embargo, no alcanzamos a apreciar que, siendo ello tan valioso en términos individuales, en términos generales y multitudinarios habría de ser excelente. Y lo es. El increíble potencial que alberga la naturaleza humana, depositada en miles de millones de personas, es infinito, e infinitamente bello. Y, sin embargo, no nos recorre ni un escalofrío por la nuca al ser bombardeados cada día por las noticias mundiales: genocidios, atentados, violencia indiscriminada por materia de raza, credo, género o estatus social. 

No nos percatamos de que cada cifra esconde e impersonaliza vidas humanas, que tenían lazos con otras que, con suerte (o sin ella), aún siguen aquí. Son los hijos, padres y hermanos, como podrían ser los nuestros. Cómo lamentaríamos la muerte de uno solo de ellos, el cese de su existencia, la negación eterna de su presencia. Y no mostramos ni un mínimo de solidaridad con aquellos que han habido de sufrir, sin buscarlo, tal castigo -y no precisamente divino-.

Nos seguimos excusando en lo doloroso que sería tener que tomar conciencia de todas las penurias mundiales, insoportable hasta el nivel de hacer inconcebible nuestra propia existencia. Por eso somos frío ante el ardiente sufrir ajeno. 

Pero tal excusa me resulta nimia y cogida con temblorosas yemas de los dedos. Simplemente preferimos vivir bien dentro de nuestro oasis de irrealidad, con problemas del primer mundo que sirven como mero entretenimiento, película gris, traslúcida, que nos impide ordenar nuestras prioridades como debiéramos. Somos unos críos malcriados incapaces de mostrar empatía alguna. Y qué triste.



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