Si me piden que diga lo que es la
confianza, sabré bien qué responder. Que es ceder seguridad que uno tiene consigo
mismo, a una segunda persona. Confiar es prolongarte hasta otro cuando se
tiene la certeza de que no hay posibilidad alguna de engaño.
No responderé que confianza es, para mí, sinónimo de debilidad. Es pintarse una diana con trazos burdos en el pecho, y abrir los brazos esperando
el impacto de la bala. Es darlo todo a cambio de nada, esperando en un infinito
que algo no vaya mal.
No diré que supe lo que era confiar
cuando me arrojé por vez primera en unos brazos que no eran los míos, y me alejé
de la soledad para fundirme en la existencia de otra persona. No lo diré, porque
la caída a la realidad me quitó la confianza. En él, en los hombres y en el género
humano.
No hablaré de las incontables ocasiones
en que la confianza se ha vuelto contra mí, y me ha dado de patadas. Tampoco mencionaré
los fríos y oscuros callejones en los que me volvió la espalda, ni las calles llenas
de gente en las que no había quien la encontrase.
No pronunciaré nombres, ni fechas,
ni momentos grabados en la lápida corroída de esa confianza omnipresente en las
bocas de los amantes.
Me limitaré a hacer creer que confío
en que siga existiendo. Suena irónico. Confiar en que la confianza no sea el último
reducto al que nos agarramos con la ilusión del enamorado que no quiere caer nunca
de su nube, y abrirse la cabeza contra el suelo.
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