Las personas están tristes, constante
y eternamente tristes. La angustia les florece en el pecho y se les atraganta en
las venas, poniéndoles los dedos morados, azules con el frío. Y sumidos en nuestra
individualidad, narcisismo y egolatría, el culto al “yo” del que no salimos hasta que
no tenemos un pie metido en la caja de pino –y ni siquiera-, nunca nos damos cuenta
de lo tristes que están las princesas que andan por la calle, cabizbajas, como buscando
en el suelo la sonrisa que perdieron cuando andaban por ese mismo lugar una tarde
cualquiera, de la mano de un hijo o un amante perdido.
No nos damos cuenta, y construimos
nuestras relaciones sociales en la intransigencia, en el “mira qué capullo”, en
el “esa no merece la pena”, en el “ese es un pringao”. Y tú qué sabes, joder. Porque
el capullo no te ha hablado de las incontables ocasiones que ha pensado en ponerle
fin a todas sus penas con el filo de una cuchilla, desde la muerte de su hermano.
Porque esa, que no merece la pena, no le ha hablado a nadie, y menos a ti, sobre
las palizas que le pegaba el marido de aquella que le dio la vida, al que nunca quiso llamar padre. Y el pringao
no te ha confesado los miedos que le atormentan cada noche, justo antes de quedarse
dormido, que van desde la muerte y el olvido, a cuán difícil le será levantarse
la mañana siguiente, después de años de acoso sistemático por su entorno.
No, tú no sabes nada. Ninguno sabemos
nada. Y no queremos saberlo. Preferimos simplificar, reducir a las personas a la
visión que dan de sí mismas al mundo, a pesar de que esas máscaras tras las que
se esconden están construidas por inseguridades, miedo al rechazo, complejos, pánico
a la soledad, ansiedad y, de nuevo, una infinita y profunda tristeza.
Nos sentamos en nuestro trono, desde
el que miramos por encima del hombro a todo el que osa entrar en nuestro perímetro
de visión, para juzgarle con mano de hierro, como si de la ciega justicia nos hubiese
poseído, cuando lo único que tenemos en común con ella es que no vemos una mierda.
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