Cuál sería mi reacción en el supuesto caso de ver alguna vez
un cadáver había pasado varias veces por mi cabeza antes de ese momento.
Siempre lo pensaba al ver series de detectives ingeniosos y técnicas de
investigación más propias del género de ciencia ficción que del de thriller. No
tenía manera de saberlo con precisión, al limitarse mi testimonio de la inevitabilidad
de la muerte a algún desafortunado ratón.
Siempre pensé que sería una reacción de insulso pánico,
acompañada de un chillido ahogado en las profundidades de la garganta. Una
mueca de horror impresa en la cara, de las que dejan una eterna muesca encima
de las comisuras de la boca debido a la cual el resto de espejos que se crucen
en tu camino a lo largo de tu vida no harán más que recordarte ese algo que
precisamente pretendes olvidar. Quizá aderezaría el momento con un torrente de
lágrimas vacías de significado. Sí, apostaba todas mis fichas por una reacción
de terror desmesurada.
Nunca imaginé, en cambio, que lo que te recorre las venas al
ver la pétrea expresión de un cadáver es una infinita pena. Contemplando la
cara inerte de la joven, abandonada a su suerte en alguna calle de nombre
anónimo, no era capaz de sentir más que una inmensa tristeza. No era la tristeza
que te supone la pérdida de alguien querido, tras entender que nunca podrás
gozar de nuevo de su presencia. Era una tristeza hija de la empatía. Tristeza
por todos los sueños que se acabarían pudriendo al mismo tiempo que el cuerpo,
cuya persecución había sido constantemente postergada en vida por la lacra del
“algún día”. Tristeza por todos los libros que quedarían pendientes de cambiar
una manera de ver las cosas, cogiendo polvo en alguna estantería desvencijada,
a la espera de ser descubiertos. Tristeza por las personas con cuyas vidas
nunca podría cruzarse para trastocarlas por completo, de manera que siempre
estarían ligeramente manchadas con el vacío que dejaba lo que pudo haber sido.
Tristeza por todos los rayos del sol que no podrían colarse nunca en su
habitación un domingo por la mañana para acariciar su cara. Tristeza por todo y
tristeza por nada.
Permanecí allí quién sabe cuánto tiempo. Pude contemplar
cómo el brillo dejaba paso a una película blanquecina en unos ojos de color
almendra. Cómo la piel viraba hacia el frío azul. Cómo el cuerpo se hinchaba
lentamente, rompiendo con cualquier posible vestigio de esperanza. Pasaron
días, y yo seguía contemplando mil posibles vidas desvanecerse de manera
impertérrita. No me moví. No podía.
Antes de que cerrasen la negra bolsa que albergaría el
cadáver en su camino al hospital pude echar un último vistazo al lunar que se
escondía bajo la esquina derecha de la nariz, el lunar que me había mostrado el
espejo toda y cada una de las mañanas de mi vida. Y lo sentí otra vez.
Tristeza
por mí.
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