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jueves, 9 de abril de 2015

Carta de despedida

He pensado en escribirte una carta. Ya sabes, algo personal, algo bonito. Solías decir que te gustaban los detalles de ese tipo, y no habría sido mucho esfuerzo. Pero no me veo capaz. Me tiembla la mano si lo intento. Me quedo en blanco mirando una hoja en la que debería verter todo lo que sigo sintiendo por ti. Porque eso ha sido lo único que no has podido llevarte contigo a dondequiera que te hayas ido.

También me gustaría poder decirte cómo van las cosas por aquí. Aún se me enfrían dos tazas de café esperando que esto sea una pesadilla, y te despiertes. Ya nunca cuento chistes. Supongo que lo único que me gustaba de ellos era la mueca que se dibujaba en las comisuras de tu boca con la risa. Apenas sonrío, si te digo la verdad. No me hace falta. Ya no tengo que mostrarle a nadie una cáscara vacía que pretende llenarme por dentro de la felicidad que aparento por fuera. Supongo que algo bueno es que ya tengo excusa para estar triste, y que nadie me pregunte.

En realidad sigo sin saber muy bien por qué te has ido. Y tampoco lo considero justo. Y me duele. Lloro en la ducha. Casi todos los días. Si no es en la ducha, será en la cama, a la que no le doy otro uso, porque tu recuerdo duele aún más con los ojos cerrados.  Si consigo dormir, es después de dar mil vueltas enredado en las sábanas, pero tu lado lo mantengo intacto. Luego me despierto buscando el calor de un cuerpo que sé que no va a estar ahí. Y es que la cama no duele tanto por vacía como por fría, porque no solo me dice que no estás, sino que hace demasiado que te has ido.

Y es que no me he hecho a la idea. Te pediría más tiempo, pero dudo que la cosa cambie. Ya no tengo ganas de vivir. Tú me las diste, y tú me las quitaste. He dejado de saber cómo respirar aire si no es inundado en tu colonia. No puedo escuchar más melodía que tu desafinar en la ducha. Y no sueño más que en escalas de gris, si no es el rojo de tu pelo. No puedo pedirte más tiempo. Realmente sé que no puedo.

Quiero saberlo. Necesito saber por qué ya no estás. Llámame egoísta, quizá lo soy. Pero te necesito. No quiero un yo, quiero un nosotros. Quiero volver a las discusiones y a los abrazos de reconciliación. Sigo esperando un grito por dejar los calzoncillos tirados por el suelo. Tengo el pasillo sembrado de ropa interior, pero no se oye ni un susurro. No me importa. No volveré a hacerte llorar. No volveré a dar un portazo. No volveré a ser celoso, ni te haré sentir mal. Me beberé tus lágrimas para que te derritas en sonrisas. Te querré, te querré todos los días de mi vida. Te querré por lo que no pude quererte.

Pero ya no soy capaz de seguir hablándole a una losa de piedra. Tú no eras tan fría ni el más frío día de invierno. Tú pasabas los cubitos de hielo que te gustaba llamar dedos de los pies por mi espalda, a ritmo de tu falsa risa malvada, para luego compensarlo con miles de besos por el cuello. Y eso no puede hacerlo cualquier trozo de mármol, por mucho que lleve tu nombre.

Y de tu nombre, oí algo en el metro, para acabar girándome como un idiota buscando el pompón de tu gorro azul. Sé que no te lo quitas en todo el invierno, y ya estamos en Diciembre, así que no espero verte por la calle sin él, porque te pones de muy mal humor cuando el frío te cuenta historias al oído. La cosa es que no te encontré. Lo que sí me crucé fueron cientos de caras malhumoradas. Y ya sabes que la gente gris tiene un don maravilloso para entristecerme. No puedo subirme al vagón a primera hora de la mañana sin que me des besos en los párpados para llenar fachadas insulsas y amargadas de color. 

A decir verdad ni siquiera soy capaz de levantarme de la cama si no es para tener que sacarte a ti a rastras.


Contigo se fueron todos mis finales felices, a dos metros bajo el suelo, y por mucho que trate de desenterrarlos, ahora son pasto de gusanos, y junto a ellos, la llave de mi cielo que eran tus labios, antes coral, ahora gris cemento.



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