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miércoles, 25 de marzo de 2015

La vieja y el gato


Como cada mañana, un ronroneo familiar se infiltraba en los sueños menos oníricos de la retahíla que se había pasado por la cabeza de Misao toda la noche. Era hora de volver a la realidad por estricta orden del sol naciente, y Fukumaru le estaba avisando de ello. Abrió primero un ojo, y luego, perezosamente, el otro. Delante de su cara el blanco gato la miraba atentamente, expectante, deseoso de que se levantase para poder investigar el nuevo día con ella, una vez más, otra de tantas.


Misao se levantó y se preparó un escueto desayuno. Su estómago estaba ya curtido por el hambre, y con un par de bocados estaría saciada durante horas. A sus 85 años –que se dice rápido- seguía trabajando en el campo que rodeaba su modesta casa, en un pueblo perdido en algún punto de Japón. Araba, arrancaba malas hierbas, sembraba y recolectaba, todo a su debido tiempo, y todo ello con la compañía inseparable del gato blanco.


Conoció a Fukumaru de pura casualidad. Caminando por la calle, un maullido lastimero se le enquistó en el alma y no le cupo otra opción más que llevárselo consigo, lejos de la lluvia, el frío, y la maldad del género humano, que tiene la mala costumbre de cebarse con el más débil.


A tal acto de generosidad y altruismo, el bautizado Fukumaru le supo corresponder con su compañía infatigable y constante atención. La sombra de la vieja ya no era negra, sino blanca, e iba allá donde ella fuera, paso tras paso, sigilosamente, sin que sus pupilas rasgadas pudieran perderse un milímetro de sus movimientos.






El sol, ya alto en el cielo, golpeaba sin piedad la espalda de la anciana, cuyos huesos ya no soportaban la postura arqueada sobre la tierra. Se sentaba, agotada, con lágrimas de sudor perlando su nariz, y el gato la imitaba, se recostaba a su lado y continuaba mirándola, impertérrito. También cazaba ratones. Para exponerlos en la puerta del hogar, muestra de que su utilidad no se reducía a la simple vigilia, que, sin embargo, era su actividad predilecta.




Con el sol iban avanzando las horas, y el agotador trabajo se intercalaba con muestras de cariño entre la vieja y el gato, que solo podían comprender aquellos que habían decidido desprenderse de la egocéntrica concepción del ser humano como el animal rey de animales, para poder alcanzar la beatífica conexión entre dos almas vivas, tan profunda como cualquier otra.

Se echaban la siesta, ella guarecida del calor, él repantingado a la solana, pues, blanco como era, no se acaloraba con facilidad. Al despertar, Misao siempre acariciaba su irregular pelaje, caliente y ronroneante, mientras Fukumaru la miraba con un ojo azul, y otro marrón, leyendo en las arrugas que adornaban su cara todas las historias que la vieja jamás contaría con palabras.


Los hijos y nietos de Misao no podían reprimir su asombro ante el comportamiento del felino. Al mismo tiempo, agradecían su presencia, pues les libraba de las periódicas visitas con un fin teñido de obligatoriedad, y no de cariño, que era el comprobar que la anciana no había tenido un grave accidente o, directamente, fallecido a causa de una lipotimia o de la fatiga.

Misao no tenía teléfono. Confiaba en que aquel que tuviera verdadero interés en hablar con alguien, había de hacerlo a la cara. No era concebible para ella el poder comunicarse sin ver los ojos de la otra persona. Siempre se perdía algo, aunque fuese un atisbo de mentira, maldad, o admiración en la mirada o en una mueca de la boca.


Sí que tenía, en cambio, televisión. Y cuando llegaba la noche, y el apetito acumulado con el trabajo hacia gruñir a su vientre de indignación, se sentaba en la mesa de la cocina para ver documentales, y el tiempo. Ni al gato ni a ella les interesaban las noticias, que solo podían traer disgustos, pues las buenas, según solía decir, se las guardaban en la manga, para deprimir aún más a una humanidad ya de por sí desconsolada.

Fukumaru tenía un gran interés por los documentales de naturaleza, donde se agolpaban sus primos hermanos africanos a la zaga de las gacelas. Siempre que volaban pájaros por la pantalla, Fukumaru saltaba grácilmente hacia ella para tratar de aprehenderlos entre sus garras, y mostrarle su heroicidad a Misao. Se metía entre los cables, detrás del aparato, pero nunca conseguía acallar los incesantes piidos de las aves, que acababan por desaparecer con las pausas de los anuncios.

Misao veía el tiempo por pura costumbre, pues era capaz de acertar al predecir si iba a llover o no aunque no hubiese nube alguna en el firmamento. Le atribuía esa capacidad a sus ya desgastados huesos, que olían la humedad a millas a la redonda, y la avisaban con unas crueles corrientes de dolor que atravesaban siempre su pierna izquierda.


El día, siempre parecido al anterior, y nunca muy diferente del siguiente, llegaba a su fin con la caída del sol. En el crepúsculo, la vieja y el gato se recostaban en el suelo de madera de la terraza para contemplar el infinito teñido de rojo. Después de eso, ambos se iban a dormir, con la intención de, una vez más, soñar juntos.






El trabajo de la fotógrafa Miyoko Ihara mostrando al mundo el especial vínculo que une a su trabajadora abuela y su incansable acompañante ha sido reconocido mundialmente. Con él pretende transmitir, además, la esencia de la vida rural japonesa, ya en vías de extinción con el imparable paso de las agujas del reloj.









1 comentario:

  1. Hola Claudia, hace unos minutos me han aceptado en el grupo, por alguna razón tu relato me ha llamado la atención y he entrado, las fotografías son muy buenas, tienen suficiente carácter como para inspirar varios relatos.
    Quiero ser constructiva, no tomes a mal ninguno de mis comentarios.
    La libertad a la hora de crear es muy importante, pero cuando queremos escribir un relato debería tener unas características básicas, tu relato carece de conflicto y consecuentemente no tiene un desenlace. La pregunta que me he hecho al final es ¿qué pretendes contarme?, búsca eso que imaginas que le pasa , eso que tu sabes y yo no, pues lo que me cuentas en el relato es sólo lo que nos muestran las fotografías.
    Revisa las palabras que has utlizado, lee con detenimiento cada una, no todas ellas significan lo que querias expresar (el sonido no se puede infiltrar, solo son capaces de realizar esta acción los líquidos, ideas o personas).
    Misao está sóla por alguna razón, no es normal en la cultura japonesa, los ancianos no suelen estar solos, aunque las cosas están cambiando también allí a mucha velocidad, sigue siendo muy normal que los ancianos japoneses estén con sus hijos (varones) aunque se encarga de ellos la nuera, es una tradición. Puede ser que aquí encuentres el conflicto.
    He intentado ser constructiva en mis comentarios, no me gustaria molestarte en ningún caso,

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