Hoy, día 26 de marzo, he de confesar al dios que esté
dispuesto a escucharlo, que he pecado. He pecado no para con los valores
impositivos propios de un culto, o conforme a las expectativas que de mí ha
podido tener o dejar de tener el resto de la sociedad, sino para conmigo misma.
Hoy, he ido a clase en un día de huelga. Y sí, muchos reirán
ante el tormento causado por tal pequeñez, pero la relatividad de la
perspectiva me otorga permiso para atormentarme hasta por la longitud de mis
pestañas. Y así me propongo a hacerlo.
No comprenderán, tales personas, lo que es caminar por el
pasillo vacío de una facultad caracterizada por el bullicio y la vida. No
comprenderán el sentimiento de alienación y de yugo que supone percatarse de
que el resto de clases permanecerán cerradas la mañana. Que solamente el
personal asalariado ha acudido a sus puestos, mientras que los demás
estudiantes se han mostrado firmes en su empeño.
Llámesele Pepito Grillo pateando en mi vientre, llámesele
culpa haciendo hervir mis fluidos gástricos, el corazón bajó unos centímetros y
se hizo un puño palpitante que no hacía más que recordarme mi innegable
condición de traidora.
Caí en la traición a los valores que yo misma enarbolo y de
los que hago mi bandera. Aquellos que he configurado para mi ser y una vida
digna y sin culpa, como lo único que podemos hacer nuestro en una época como la
contemporánea, en la que hasta el cuerpo está sometido al juicio de la mirada
ajena, y a los cánones que ésta dicta cuando arquea una ceja.
No quiero tacharme, sin embargo, de hipócrita, pues ello
supondría una necesidad de coincidencia entre aquello en lo que me he
pronunciado y aquello que se ha reflejado de mis actos, y esto se deriva, en
último instancia, del juicio ajeno, y no es ese el que me preocupa, sino el
propio.
He sido, pues, esquirol de una huelga que considero más que
necesaria, que trata de ser piedra en el camino de la elitización de los
estudios, que no ha comenzado en este último decreto-Ley del amigo Wert. La educación actual es instrumento de
sometimiento y de anulación intelectual del pueblo, y eso no es algo que se
vaya a derivar de la reducción de la duración del grado a tres años. No. Es el
veneno que inunda las venas del sistema educativo.
Y hace tal cosa por resultar beneficiosa a aquellos que ostentan el poder, ciertamente. Se nutren de la ignorancia del pueblo, al que
atontan aún más, tanto mediante entretenimiento
banal –una programación televisiva simplemente repugnante- como mediante
una ideología del sometimiento, que no es otra cosa que el inculcar unos valores antihumanistas, que suponen el envilecimiento
de toda bondad humana. Todo ello, para conseguir aborregar a un pueblo
aborregado que le entregará su voto envuelto en papel de regalo y con un lazo
rojo, tras un vil juego electoral basado en el “tú eres tonto”, “pues tú más”
como el actual.
Esto es, por ejemplo, la creación del término “éxito” y su
antítesis “fracaso”. Su asimilación por los individuos que viven en una
sociedad que no hace más que referencia a los mismos (eres un fracasado si no
tienes un salario digno, eres exitoso si conduces un Mercedes) conlleva la
creación inmediata de expectativas acordes a lo que tal sociedad dictamina de
manera implícita.
Todo esto se puede traducir de las palabras que los
guionistas del Club de la Lucha quisieron poner en un personaje tan
paradigmático como Tyler Durden: "La
publicidad nos hace desear coches y ropas, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos
los hijos malditos de la historia, desarraigados
y sin objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra
guerra es la guerra espiritual, nuestra
gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo
creer que algún día seriamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock,
pero no lo seremos y poco a poco lo entendemos, lo que hace que estemos muy
cabreados."
Tal es la esencia de un sistema capitalista en el cual el
más mínimo índice de camino alternativo, supone un síntoma de debilidad del
individuo y un atentado a la estabilidad del propio sistema.
Explico todo ello como antesala a una especie de
justificación de lo que hoy he hecho, como muchos otros, como todos los que, en
última instancia, ni siquiera han apoyado la huelga. Tenemos inherente una concepción del fracaso que nos han vendido,
programado e insertado en nuestros cerebros, que, carentes de espíritu crítico,
adoptan tal sentimiento exógeno como propio, y orientan su vida en torno a él,
para acabar muriendo con la conciencia intranquila de quien tiene la certeza de
que ha malgastado su vida. Nos dicen que un fracasado es aquel que
suspende, pero yo llamo fracasado al que vive sin saber dónde, cómo o por qué
es como es realmente. Tachan de ineptos a aquellos que no aprueban todas sus
asignaturas con una media de, mínimo, notable, pero yo no dudo en tachar de
borregos a aquellos que se someten a lo impuesto, obedecen y memorizan kilos de
información tanto innecesaria como perniciosa para su enriquecimiento real como
personas, solamente para poder vomitarlo el día del examen y colgarse la
medalla de haber sido el sobresaliente.
No te vas a llevar tus notas de la universidad a la tumba,
amigo mío, pero sí nos podremos llevar todos, sin duda alguna, el orgullo de haber sido la generación
titánica de Crono, los hijos del sistema que pudieron aniquilar a su padre por
haber sido una aberración en contra de los verdaderos dictámenes de la
conciencia. Eso, claro está, si el trabajo en equipo se torna una verdad
más allá de la teoría y el compromiso de palabrería.
Odiarme a mí misma no servirá para limpiar mi conciencia, ni
una explicación racional de lo que me ha llevado a ir a clase para que no
pusiesen una nota en mi expediente que me condujese directamente al suspenso e,
indirectamente, al “fracaso”, para limpiar la traición a mi ser, y a todos
aquellos que están bajo la tutela del sistema educativo actual.
No hay cambio sin lucha, y nuestra lucha será contra un
sistema de valores que no es realmente nuestro, nuestro campo de batalla la
conciencia y nuestras armas el espíritu crítico. No debemos dejar de guía a
nuestras acciones el temor a la muerte, sino a una vida no digna.
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