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lunes, 15 de junio de 2015

París

París se despertó perezoso. El sol no atinaba a dejarse ver entre unas nubes que hacían la ciudad de la luz, la más gris de la historia. Trajes de cuello vuelto hacia el cielo, que escondían en su interior personas, avanzaban con las prisas de la cafeína hacia un destino incierto. Se confundían en borrones de un gris más oscuro que el pavimento, danzando un ballet de música desconocida, solo audible para el espectador atento.

Los tenderos levantaban mecánicamente las vallas de sus negocios, fumando un cigarro y mirando al infinito, esperando ya, sin ganas siquiera, que llegase el momento de echarle la llave otra vez a la tienda, y volverse a dormir. Dormir, y dejar de pensar, fuese en las cuentas sonrojadas por la carestía o en el aletear de los pájaros del árbol de la calle paralela.

Un finísimo suspiro movía las hojas de los árboles, que también querían danzar como ellas, y a lo largo de los años se habían ido moviendo milímetro a milímetro hasta torcerse en direcciones heterodoxas.

Una bolsa marrón, que contenía una botella con el secreto del olvido. Un hombre asido a ella, que necesitaba olvidar. Ambos, uno y otro, inseparables, anexionados, fusionados con el calor de un pasado persecutorio, adornaban un banco enfrente del Sena. Balbució cuatro palabras inconexas, que dormirían juntas en los significados de su cabeza. Nadie acertó a escucharlas. Nadie quiso.

A unos metros de ellos, el fluir del agua se movía, constante. Se negaba a pararse, o a adaptarse a un tiempo creado por los humanos. Ella era eterna, y se dejaría conducir por construcciones artificiosas, pasando bajo el Pont des Arts para contemplar la catedral del jorobado, acudiendo a las imperiosas llamadas de doncellas ultrajadas por el destino y un hombre que no quiso ser quien decía ser, o las últimas súplicas de los invitados al infierno. El agua contemplaba, mero testigo de hechos y cuenco de suspiros, y avanzaba hacia un horizonte temprano.

El sol, rezagado, se negaba a mostrar sus cabellos a semejante calaña, esperpentos, deformaciones físicas de la moral, abstracta, sobre la cual disertaban con altanería, distancia y burla en amplios tomos que acabarían por coger polvo, y dar buena fama, en alguna estantería de nogal.


No, no lo merecían, daba igual el pasado y las penurias que se enganchasen a sus pies al levantarse de la cama. Aquel día, el sol no saldría. No para iluminar la otra cara de París.



(Y a poder ser, leer escuchando esto)


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