París se despertó perezoso. El
sol no atinaba a dejarse ver entre unas nubes que hacían la ciudad de la luz,
la más gris de la historia. Trajes de cuello vuelto hacia el cielo, que
escondían en su interior personas, avanzaban con las prisas de la cafeína hacia
un destino incierto. Se confundían en borrones de un gris más oscuro que el
pavimento, danzando un ballet de música desconocida, solo audible para el
espectador atento.
Los tenderos levantaban
mecánicamente las vallas de sus negocios, fumando un cigarro y mirando al
infinito, esperando ya, sin ganas siquiera, que llegase el momento de echarle
la llave otra vez a la tienda, y volverse a dormir. Dormir, y dejar de pensar,
fuese en las cuentas sonrojadas por la carestía o en el aletear de los pájaros
del árbol de la calle paralela.
Un finísimo suspiro movía las
hojas de los árboles, que también querían danzar como ellas, y a lo largo de
los años se habían ido moviendo milímetro a milímetro hasta torcerse en
direcciones heterodoxas.
Una bolsa marrón, que contenía
una botella con el secreto del olvido. Un hombre asido a ella, que necesitaba
olvidar. Ambos, uno y otro, inseparables, anexionados, fusionados con el calor
de un pasado persecutorio, adornaban un banco enfrente del Sena. Balbució cuatro
palabras inconexas, que dormirían juntas en los significados de su cabeza.
Nadie acertó a escucharlas. Nadie quiso.
A unos metros de ellos, el fluir
del agua se movía, constante. Se negaba a pararse, o a adaptarse a un tiempo
creado por los humanos. Ella era eterna, y se dejaría conducir por
construcciones artificiosas, pasando bajo el Pont des Arts para contemplar la
catedral del jorobado, acudiendo a las imperiosas llamadas de doncellas
ultrajadas por el destino y un hombre que no quiso ser quien decía ser, o las
últimas súplicas de los invitados al infierno. El agua contemplaba, mero
testigo de hechos y cuenco de suspiros, y avanzaba hacia un horizonte temprano.
El sol, rezagado, se negaba a
mostrar sus cabellos a semejante calaña, esperpentos, deformaciones físicas de la moral, abstracta, sobre la cual disertaban con altanería, distancia y burla en amplios tomos
que acabarían por coger polvo, y dar buena fama, en alguna estantería de nogal.
No, no lo merecían, daba igual el
pasado y las penurias que se enganchasen a sus pies al levantarse de la cama. Aquel
día, el sol no saldría. No para iluminar la otra cara de París.
(Y a poder ser, leer escuchando esto)
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