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viernes, 12 de junio de 2015

Retazos de una noche cansada, retratos de la nada

Cuando mis pies tocaron el suelo, un calor sobrenatural, inaudito, me dijo que algo no iba bien. Mis ojos no quisieron abrirse de inmediato, negándose a ofrecerme el secreto que se escondía a plena vista, protegiéndome de un dolor tan cercano que intoxicaba mi cuello con su aliento.

No había nada. La mesilla de noche repleta de libros condenados a estar eternamente empezados, había desaparecido. Junto a ella el armario, el escritorio y las estanterías. La silla, que proyectaba sombras peligrosas en las noches en que la luz de las farolas iluminaba la habitación con un amarillo incandescente, también se había ido. Y las paredes, de un blanco impuro, sucias con las manos, los pies, y los años, parecían haberse desvanecido por arte de magia. 

Afuera, si es que tal concepto seguía siendo válido, tampoco había nada. La oscuridad se extendía en todas las direcciones. Di una vuelta de trescientos sesenta y cinco grados en la cama, boya flotante sobre la ausencia, para verme rodeada por completo de la inmensidad. No era negro, ni era blanco, era la nada. La nada, que me apretaba el pecho con manos de gigante, y al mismo tiempo me tocaba la espalda con garras de hielo, resultando en un sudor frío que se pegó a las sábanas, como recordándome que, al menos, ellas seguían allí.

El gesto contrito y la boca disuelta en una mueca de pánico habría sido el reflejo que me habría ofrecido con consideración algún espejo visitante, pero aquello era imposible, pues no había nada. De nada. 

Mi voz parecía haber hecho también las maletas, pues todo lo que brotaba de mi garganta era aire viciado, enfermo, aterrado. La sal bañaba mis mejillas, si bien el enturbiamiento de mi vista no habría supuesto problema alguno, incluso beneficio, pues con razón conocida habría dejado de ver. De ver la nada. 

Me senté, despojada de sentimiento alguno por un momento, abrazando la indiferencia, la sumisión a una realidad satisfecha con su cambio, negando rotundamente una vuelta a su imagen tradicional. Me senté y contemplé, a través de la memoria, una vida que debería haber aprovechado, tangible, perceptible... ¿Real? ¿Era acaso menos real este vacío que todo lo inundaba, que había raptado hasta el color y el tiempo?

Y entonces, me desperté. Y todo estaba blanco.

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