Los jóvenes, todos los que
corremos con el viento cortante en el pecho y la risa constante en la espalda,
creemos hacerlo con un Tiempo desconcertado, que se mueve en círculos, confiados
en que nunca se pierda por caminos cortados por obras o deshoras; ciegos hasta
el día en que el Tiempo se haga viejo, tenga reuma, bastón y artrosis, y se
arrastre desde el recuerdo tardío al corto futuro posible, sintiendo la falta
de la juventud vilipendiada, echando de más, más que de menos, la confianza
derramada sobre sus espaldas, que le hizo heridas, como chorros de oro líquido.
“¿Cómo no confiar en tus frutos?”,
le inquirió en su día Rafael Barrett. “Y yo qué coño sé”, atina a responder a
deshora el Tiempo, “si mis frutos no son otros que el detrito de los vuestros,
el bañar en óxido las obras de vuestra vida, reducir a cenizas los muros
levantados en otro tiempo”.
Y es que el Tiempo ya nace
cansado de que eleven banderas con su nombre pero sin su permiso. El Tiempo
está ajado, corroído por tanta lluvia y tanta lágrima perenne y tanto quemar
calendarios y enterrar cuerpos. Está corrupto, y yace inerme al mismo tiempo. Se
tumba en una cama demasiado dura para un cuerpo tan sensible, con la
indiferencia del que se sabe eterno, para contemplar con ojos de loco su propio
paso por el mundo.
Juega a las cartas en un café
perdido con la Parca. Ella ríe por los favores que le debe, y sabe que nunca va
a pagar. El Tiempo, sabio, calla y otorga, juega la partida, apura un último
whisky con hielo y se va sin pedir la cuenta. De eso se encarga siempre ella.
Y mirará, camino a casa, cómo las
hojas se revuelven bajo sus pies, vírgenes verdes y celestinas marrones, y los
pájaros enmudecen a su paso, con miedo del morir de sus notas más agudas en
presencia semejante.
Y contemplará, sin pena ni
gracia, como el espectador lejano que tiene con el mando de televisión la
capacidad de cambiar canal sin parpadeo intermediario, cómo nosotros, los
humanos, lo ignoramos. Y seguimos cantando, y bailando, y bebiendo, y muriendo
cada noche, y viviendo en los segundos, perdidos en una alegoría que nosotros mismos
en mal día inventamos para controlar nuestro paso por el mundo.
Quizá se le escape una sonrisa
muerta, no lo sé.
Lo que sé es que volverá a una cama demasiado
dura.
A verse pasar por la ventana y el
reloj de la mesilla.
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