Despierta casi una tierna sonrisa
el despegue que las teorías conspiracionistas sobre la concentración del poder
mundial en unas pocas manos han tenido las últimas décadas. La desconfianza nos
es inherente. Forma parte de nuestro instinto de supervivencia. El miedo es una
alarma que acciona nuestros impulsos y nos aleja del peligro. Necesitamos el
miedo. Pero, a veces, vemos fantasmas.
Fantasmas que se alimentan de una
voraz imaginación y de la necesidad de algo a lo que aferrarse, de un trozo de
tierra en el que poder poner el pie sin temor a que ceda, de una seguridad a
prueba de balas. Son fantasmas que amordazan el entendimiento y el buen juicio,
que solo escuchan lo que quieren oír, que no entienden de ideología o estrato
social y avanzan silenciosamente. Son una lacra de mentiras que se estiran y
encogen para adaptarse a nuestras carencias, y ayudarnos a dormir con la
conciencia tranquila: “pero yo sé la verdad”.
En diciembre de 1917, en una
reunión privada con CP Scott, editor del Guardian de Manchester, el primer
ministro británico de aquel entonces, David Lloyd George, confesó que “si la gente realmente supiese la verdad la
guerra se pararía mañana. Pero, por supuesto, no lo saben, y no
pueden saberlo”. Confidencias dolorosas a las que la población, que
estaba sufriendo en sus carnes las consecuencias de una guerra provocada por
intereses político-geoestratégicos, era totalmente ajena.
Eso no son fantasmas. Eso son
monstruos de carne y hueso. Son humanos empoderados. Son nuestras elecciones.
Son nuestros errores y sus consecuencias. No hay gobierno en la sombra. Hay
sombras en los gobiernos.
El principal peligro de las
conspiraciones es el veneno del conformismo que filtran al torrente sanguíneo. Ese saber, esa verdad suprema, coloca a las
personas en sus propios altares, desde los cuales no merece la pena mover un
dedo. “¿De qué me sirve a mí hacer nada, si son los Illuminati los que mandan?”.
Y así, el tiempo pasa, y las sombras se hacen nuestras.
El poder es un concepto abstracto
y relativo. El poder es cedido de la ciudadanía a sus representantes. Dicha
cesión nos condena ahora al inmovilismo y a la búsqueda de excusas. Nos hemos
rendido y hemos inventado historias que justifiquen nuestras debilidades. De
rodillas ante la verdad, cerramos los ojos con fuerza y nos ponemos a gritar. Ese es el abono de la injusticia.
El sustrato fértil en el que crecen las malas hierbas de la traición al pueblo.
Así que destierra a los fantasmas. Cuestiona, no imagines.
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