Hablo por mí, y por todos mis compañeros. Hablo por los
confiados de sonrisa partida. Por los perdidos en la marea del quizá mañana.
Por los que hipotecaron su vida a una mirada de póquer. Por los que quisieron
sin querer, y no pudieron recordar lo que tenían que olvidar. Por los indemnes
en apariencia con Hiroshima en el esternón. Por los que llevan la procesión por
dentro y se niegan a señalar al culpable. Por los que lloran por no reír. Por
los abandonados. Por los desertores. Por los traidores. Por los lejanos. Por
los que no están.
Hablo también por las miradas perdidas y las copas rotas. Por
los charcos de sangre y de saliva. Por un pasado que no hace más que volver y
por la manía de dejarle la puerta abierta. Por las caricias que arañan. Por las
lágrimas de cristal y los zapatos sucios. Por los rayos de sol que dejan
heridas más allá de la epidermis. Por las camas vacías pero llenas. Por la
quemazón agridulce del recuerdo no deseado. Por la sal en las heridas. Y por el
descorazonador presentimiento de que, en última instancia, no hay nada más
allá.
En nombre de todos ellos, pido otro latido.
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