Recuerdo cómo, cuando era niña,
mi madre me contaba historias encaramada al alféizar de mi habitación, con el
pelo enredado en madreselva y luz de luna.
Con ella vi cómo contrastaban los
vibrantes colores de los ropajes de una princesa india con el gris gastado por
el tiempo de la piel del elefante que montaba cuando fue a la batalla, saldada
con la muerte del sistema de castas del país. También viví, con tanto asombro como los demás
habitantes de Yemen, África y alguna zona de Colombia, cómo desaparecieron
todos los filos cortantes de un día para otro, siendo el verdadero milagro que
ya no pudo practicarse desde entonces la ablación femenina.Casi muero de calor cuando un abrasador
sol de Oriente Medio redujo a lágrimas de plástico toda la munición que
encontró por sus dominios, arrastrando consigo hasta el desagüe al fanatismo
islámico armado.Me maravillé cuando miles de
mariposas arrancaron los tejados de las fábricas para alzar el vuelo con los
tantos niños que habían sido privados de su infancia por una máquina de coser y
una habitación sin ventilación ni luz solar.
Y así, construyó para mí el mundo
que iluminó cada uno de mis sueños.
Al crecer, ese mismo mundo
comenzó a derretirse bajo la luz del día, con todos los periódicos avasallando
el idilio de ignorancia en el que todos habíamos construido una coraza para
protegernos de lo que ellos nos mostraban: dolor, injusticia y egoísmo tras cada
esquina. Corrupción en Europa, muerte indiscriminada en Oriente, explotación en
Asia, imperialismo de sangre en América del Norte, y opresión y caciquismo en
la del Sur.
La luz del sol duele tanto, que
ya no me creo las historias de la luna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario