Las olas mecían con compasión la barca, al ritmo de un viento maltratado por la lluvia. A él lo que le pasaban por la cabeza eran
perdones, a ritmo de autoflagelación del pensamiento.
Había pescado un corazón
en ese mismo punto un día de tormenta hermano al de aquella noche. Se lo había llevado bajo una
atenta mirada bajo el agua, a la que le empezaba a faltar el aire por su
ausencia. Había dejado el corazón a buen recaudo, en una caja de cristal en su
habitación, pero con el tiempo lo fue descuidando, cada día, cada minuto más,
de manera que los latidos comenzaron a apagarse, hasta convertirse en un hilo
de sangre en una madeja de pedazos rotos.
Tiró el corazón a la basura.
Pero éste era un viejo conocido de Poe, que gustaba de recordarle a las tres de
la madrugada, noche tras noche, entre sudores fríos, una carga invisible de
culpa que no le dejaría volver a dormirse.
Y ahí se hallaba. Entre perdones. Mirando a unos ojos azules
que nunca se encontrarían más cerca que a través de la mayor de las barreras,
del tiempo pasado, las heridas en el alma y la culpa compartida.
- Pero la culpa ha sido tuya. Me has querido. Me has querido... Y
me has querido, sabiendo que yo no puedo querer. Que no puedo quererte a ti.
Ella lo miraba, magnificando el agua la retaíla de voces sin
sentido. Lo miraba fijamente, inmóvil, muerta entre peces, algas y tesoros enterrados.
- Será mejor que nos olvidemos los dos, antes de que nos
estanquemos. Y nos acabemos ahogando.
La culpa era suya. Habiéndole querido aun sabiendo que
él no podía querer. Que no la podía
querer a ella. Y se sumergía en las profundidades, para enterrarse en el coral
hasta que saliese la primera luz del día. Y él, remaba con el sol naciente de
vuelta a casa.
Volvería la noche siguiente.
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