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miércoles, 3 de febrero de 2016

Ostia, un fantasma

Bob siempre había estado en contra de la mediocridad. Puede que fuese porque su nombre era tan común que rozaba lo grosero. No sabía cuál era la diferencia numérica entre Roberts y Robertos, pero estaba seguro de que su cómputo total coincidía en algo: eran muchos. Demasiados. Le parecía injusta la atadura despótica que suponía el nombre. Es indignante, decía, que entre los derechos del hombre y el ciudadano no se encuentre el de decidir su propio nombre, injusto el cargar en nuestras espaldas con el peso de un nombre que nunca quisimos.

Fuera por lo que fuese, a Bob le repugnaba la medianía. Viajar en metro le provocaba sudores fríos, ver la televisión, desmayos, caminar por . La libertad de expresión le pateaba con saña el bazo. El poder dar rienda suelta a la musiquita de ascensor escondida en sus grises cerebros, decía, ha convertido al mundo en el pozo intelectual que es hoy. Pensar, solo pensar, en las faltas de ortografía que salpicaban las opiniones a medio cocer que desfilaban por las redes sociales, y en su estómago se declaraba el estado de emergencia. Los jugos gástricos se rebelaban, lanceando su sensibilidad supina. Los pulmones se le inundaban de ese aire denso y rancio de hora punta y perdía el conocimiento.

Bob odiaba el conformismo ovino. Miraba cómodamente el mundo por encima del hombro, dentro de su individualismo a ultranza. Habiendo sido su vida una férrea declaración de valores, su muerte no podía ser distinta.

Así fue como Bob ganó su última batalla contra la normalidad y rechazó mansiones abandonadas o pasillos oscuros, para convertirse en el fantasma del baño de la estación de autobús de Guayaquil. Y en historias horribles, se lleva a todos los espectros por delante.




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